adios al otro lado, adios a este lado

Del otro lado del mapa, la Ruta 1 va dibujando curvas en el borde de los acantilados, el sol se esconde en el Pacífico, la tarde se vuelve roja y algo de ese aire californiano entra por las ventanillas bajas. Del otro lado del mapa, la Ruta 1 se estira vacía delante de las ruedas, las luces lejanas de Carmel se asoman detrás de alguna curva. Del otro lado, California se abre a su atardecer, la primavera eterna le gana a cualquier recuerdo del invierno y, entonces, sólo queremos seguir por esa ruta hasta donde se pierde la vista y sabemos que allá adelante está Los Angeles, allá adelante está San Diego, y más allá la frontera y México y así hasta que se termina el mapa.
Del otro lado, podríamos seguir, pero ya es de noche. Siempre llega la noche y los ojos se nos cierran y hay que detenerse. La ruta nos va a esperar, tal vez. Nos arriesgamos. Del otro lado del mapa, un motel al costado de la ruta.

De este lado del mapa, hace días que no para de llover. O de nevar. No sé, porque hace días que los vidrios en las ventanas están empeñados. Y hace días que no salgo a la calle. Creo que es jueves o viernes, aunque el martes pasado parece demasiado lejos. Demasiado. Casi como si fuese un martes de otra vida.
Hace horas que estoy tirado en la cama, mirando la pintura descascarada del techo. Hace horas que los únicos sonidos son los que llegan del Bowery. Hace horas que la vista está fija en el techo. Debería arreglarlo. Debería llamar a alguien para que lo arregle. Debería empezar a arreglar mi vida antes. Pienso –o tal vez estoy dormido y entonces sueño– que todo esto es una repetición de otra vida, y el martes, ese martes, es un recuerdo que nos trajimos como prueba de que estuvimos allí. Las migajas de Hansel y Gretel.
Salvo que, a ese martes, no quiero regresar.
De este lado del mapa, me despiertan unos golpes en la puerta.

Vuelvo al motel con unas hamburguesas y un par de cervezas Dos Equis en una bolsa de papel marrón. La habitación no está mal para estos diez dólares –un baño limpio, una cama cómoda, un televisor, una ventana grande que da al estacionamiento, un espejo donde me miro después de las horas en la ruta, una ducha fresca–. Me tiro en la cama, enciendo el televisor y como las hamburguesas. Nada en los cincuenta canales. Un partido de entre los Rangers y Detroit, pero me quedo dormido en la mitad del segundo cuarto.
Del otro lado del mapa, me despierta el sol entrando desde el estacionamiento.

Me levanto y camino hasta la puerta. Me miro en el espejo después de tal vez muchas horas de sueño. ¿Cuántas? Imposible saberlo. Me quedo un instante ahí parado, redescubriendo mi imagen. Sé que es de día porque la luz que entra por las ventanas no es la del neón de Mia’s. Debe haber salido el sol, además. La TV está encendida, pero no hay ningún canal sintonizado. O cortaron el cable.
–Hey, ¿cómo estás? Ya pensaba que no ibas a abrir –Maggie me sonríe sentada en la escalera, comiendo algo, que parece falafel, de un enorme vaso de cartón–.
–Si no traes buenas noticias, no traigas ninguna.
–No sé. Ahora, creo que todas son buenas. Sea lo que sea, es buena noticia. –Entra al departamento–. Te traje algo para almorzar. Supuse que no tenías nada en la heladera y enton… –se mete en la cocina y no escucho lo que dice. Sale con un plato y un par de tenedores–…y deberías ordenar un poco. Y mira esa pintura: un día de estos se te va a caer el techo en la cabeza.
La miro, parada ahí en el medio de la sala. Sus jeans viejos, sus botas coloradas, su sweater del otro lado de la frontera. Nunca me pareció tan bella.
–Ya sé, a todos nos tomó por sorpresa. Aunque sabes cómo es… cómo era… je, todavía no me acostumbro… Sabes cómo era Archie. Saber que tenía algo y no decirle nada a nadie hasta el último momento. –Me doy cuenta de que está a punto de llorar, pero fueron tantas las lágrimas de estos días, que parece que sus ojos ya están secos. La miro, parada ahí en el medio de la sala. Sus jeans viejos, sus botas coloradas, su sweater del otro lado de la frontera. Nunca me pareció tan triste.
Podría dar dos pasos y abrazarla. Eso hacen los amigos, ¿no? Pero sigo quieto contra la puerta.

Bajo a desayunar. Jugo de naranja y tostadas con jalea. Antes de salir, guardo varias rodajas de pan en el bolsillo del saco.
La calle está llena de sol. De sol y de gente cruzando la calle en sus bermudas y camisas coloridas, de gente saliendo del mercado con bolsas que cargan en camionetas todo terreno, de chicos con sus tablas, sus anteojos oscuros, y de chicas californianas como las de la canción. Todos sonrientes, todos despreocupados, todos bajando por la misma calle, todos yendo hacia el mar.
Siento que no hay nada peor que andar solo por la playa. Las ciudades son distintas. La playa, esta playa del otro lado del mapa, con todos estos westcoasters lanzándose frisbees o pelotas de football, bebiendo sus naranjadas, con sus camisetas con la leyenda ‘California, el estado donde está el sol’, esta playa es lo último que necesito.

De este lado del mapa, llueve en el cementerio. Unas veinte personas seguimos paradas bajo esta lluvia interminable, o que se va a volver interminable dentro de unos días, el jueves o el viernes. Tengo la sensación de que es el único funeral del día. Y se siente como si fuese el único de nuestras vidas. Nadie habla pero nadie parece escuchar al cura que, bajo el paraguas más triste y rodeado del silencio de un cementerio con un sólo funeral, insiste en convencernos a las casi veinte personas bajo la lluvia que Archie va a estar mejor junto al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo y a todos los santos.
¿Estás seguro, Archie, que estás bien allí?
Fijo la vista en algún punto de la tierra revuelta junto al cajón, y sólo la desvío cuando Maggie gira su cara para buscarme entre la gente y me sonríe entre lágrimas. Sólo puedo devolverle una mueca que pasa por una sonrisa. Quisiera decirle que nunca un martes me pareció tan triste. Quisiera decirle que la entiendo. Aunque sé que nadie nos entiende cuando estamos despidiendo a alguien. Aunque sé que nadie nos entiende cuando despedimos a alguien que se despidió mucho antes de tiempo.

Del otro lado del mapa, la Ruta 1 vuelve sus pasos hacia San Francisco. Otra vez el sol y el aire y la costa de acantilados allá abajo. Otra vez la ruta vacía, pero ahora el final del mapa a nuestras espaldas. Mientras cruzo las calles de San Francisco, trato de entender qué me llevó a estar ahí, lejos de todo y de todos. Qué me llevó a estar, del otro lado del mapa, manejando un auto alquilado de norte a sur y de sur a norte, una y otra vez, parando en moteles de segunda, mirando juegos en la TV hasta quedar dormido, robándome rodajas de pan del desayuno.
No hay una respuesta. Tal vez, sólo lo que quedó del lado del mapa donde todavía, desde aquel martes, está el invierno.

Maggie sigue de pie en el medio de la sala. Sigue sin poder llorar, aunque tal vez sea lo único que hace desde hace días. Sigo mirándola sin poder hacer nada. Mi mejor amiga trata de llorar la muerte de su mejor amigo, trata de llorar la muerte de mi mejor amigo, y yo no hago más que mirarla parada en el medio de un departamento desordenado, sosteniendo un plato con un almuerzo que no tengo ganas de probar.
Es jueves o viernes y me doy cuenta de que quiero irme, de que no quiero estar aquí, de este lado del mapa.

Del otro lado, atardece azul en todo el mundo de California y San Francisco brilla ahí adelante. Brilla en las calles que van hacia la bahía, brilla en el sol rebotando en las ventanas y atravesando la sombra de las hojas y los balcones, brilla cuando el sol se va y las luces se empiezan a encender en todas las calles que suben y bajan desde aquí hasta más allá del puente, brilla en los faroles chinos de papel colgados en una ventana, brilla en los ojos de dos vagabundos tocando viejas canciones en el Wharf, y ahora la policía llega y les hace apagar los amplificadores, pero la gente les pide que sigan tocando y las guitarras desenchufadas parecen sonar más fuerte que nunca y, sí, todo brilla en la tarde de San Francisco.
La mañana del que es mi último día en la ciudad, mientras desayuno en una de esas cafeterías en las que uno se sienta en la barra y una chica que se debe llamar Debbie o Jenny y vino desde Minnessotta sirve café cada vez que se vacía la taza, escribo una carta que no voy a mandar, porque es una de esas cartas que no se mandan. Es para Maggie. Pienso en Maggie y pienso en Archie. Escribo “desperté esta mañana, caminé hasta la cocina, y morí”. Y eso me inquieta, como si hubiera algo de premonición, de futuro, de repetir algo que traemos de otra vida. Me doy cuenta de que todo es tan frágil, todo pasa tan rápido, y todo deja de importarme. Salgo y camino sin rumbo por las calles.
En una esquina, estoy parado frente a mi reflejo en los vidrios de un café. Una imagen deformada –curvas, líneas, brillos, luces– aunque me sigo reconociendo. Vuelvo a recordar la frase garabateada en el papel arrugado en mi bolsillo. Miro al mismo tiempo mi reflejo y esa imagen de ver mi propia muerte como en tercera persona. Alucinaciones de la Costa Oeste.
Queda sólo, entonces, irse al otro lado del mapa.

bajamar

Pagó el taxi con un billete de diez y bajó sin esperar el cambio. Hacía frío, y una ventisca húmeda y algo molesta que llegaba desde la costa, le hizo subirse las solapas del saco.
No había nadie en la calle, aunque era normal a esa hora y en esos días de principios de invierno. “En este lugar”, pensó, “un segundo después de terminarse el verano, ya todo es así. No hay que esperar al invierno”. Siempre le había parecido, ese pueblo, la imagen del descampado donde hasta unas horas antes, habían brillado las luces de un carnaval. Un vacío triste con demasiados ecos de risas y músicas que ya no estaban. Sí, iban a volver algún día, pero ahora se habían ido.
Se quedó inmóvil un rato. El sonido del taxi, un Taunus viejo, perdiéndose en la curva de regreso al centro se confundió con el cercano ruido de las olas rompiendo. El mar. Y el viento. Un viento que tapa los oídos. “Y te vuelve loco. De a poco, pero te vuelve loco”, pensó.
No se animaba a entrar. Aunque no podía terminar de descubrir qué era lo que le provocaba eso. Pensó en dar media vuelta y volver, pero el taxi ya no estaba y, a esa hora y con ese tiempo, no era muy sensato andar caminando. Miró al cielo. Unas pocas nubes tapaban el último sol que estaba ya por irse y amenazaban con una lluvia que estaba por llegar. “Va a seguir lloviendo”, pensó, acomodándose el gorro de lana.
Y entró.
Había poca gente en el Marsellés. No más de cinco o seis personas. El viejo francés lo miró desde la barra.
–¿Qué hacés, Rusito? ¿Tomás algo?
–Nada, gracias. Buscaba a alguien –contestó, haciendo el ademan de mirar entre las mesas–. No, no está. Chau, me tengo que ir.
Salió. Sin mirar atrás ni esperar un saludo. No había podido aguantar las miradas. Hacía días que las miradas de todos en el pueblo lo hacían retroceder al día, hacía poco más de un mes, en que los tres –Silvia, Fernando y él– se bajaron del micro en la plaza, después de haberse ido, después de la vida allá en Buenos Aires, después de años de no volver. “¿Para qué volvieron? ¿Para qué, después de tantos años? ¿No es raro que vuelvan los tres juntos?”. Se había cansado, igual que Silvia, igual que Fernando, de escuchar esas preguntas susurradas cada vez que se daban vuelta, cada vez que entraban a un lugar, en el almacén, en la panadería del tío de Silvia, en la parada de diarios de don Basualdo, en el Marsellés.
Retrocedía siempre a esa mañana. Los tres parados en la plaza, las miradas clavadas en ellos. Retrocedía hacia un martes, tres semanas atrás, cuando las miradas sólo se posaban en Silvia y en él. Y las preguntas ahora eran otras. “¿Estos dos sabían algo? ¿Sabían lo que iba a pasar? ¿Para eso volvieron? Sí, ya te decía yo que era muy raro que volvieran después de tantos años los tres juntos”.
Por dentro, sonreía, “los tres juntos”. Desde que tenía memoria, habían sido “los tres”. No recordaba algún tiempo de su vida donde no estuviesen Silvia y Fernando. En la escuela, durante los veranos, cuando Fernando jugaba al básquet para Juventud, cuando Silvia trabajaba repartiendo pedidos para la panadería de su tío, don Cosme, en la playa, en la plaza, en el corso de carnaval, siempre los otros dos estaban por ahí. Y así siguieron en Buenos Aires, cuando se fueron después de terminar el secundario. Nadie en el pueblo lo sabía, por supuesto, pero no se habían separado. Ni cuando Silvia vivió con un novio, un abogado, en San Isidro, ni cuando Fernando pasó el año de la colimba en el regimiento de Patricios, ni en las épocas de exámenes finales de él. Los tres, los tres juntos.
Y ahora todos se extrañaban de que todavía anduviesen juntos y de que hayan vuelto, tantos años después.
Se dio cuenta que había estado parado en la puerta del Marsellés un buen rato. Las miradas, ahora, eran todas para él. Ya no eran para Fernando. Ni para Silvia. Las miradas y esas preguntas y esos susurros eran sólo para él.
Caminó hacia la playa. No había empezado a llover todavía. Caminó sin pensar, sin dirección, por la playa extensa. Se detuvo para mirar atrás. Las luces del Marsellés y de los faroles de la costanera ya estaban encendidas. Se quedó inmóvil, deseando que el resto del mundo también lo haga. Los ojos perdidos, los sonidos perdidos también. El mar, las olas, el viento que tapa los oídos. Todo se movía en ese ruido tapado de silencio. El Marsellés, las luces del Marsellés, las luces del Marsellés meciéndose por el viento, un perro que hacía la mímica de ladrar, un escarabajo que hacía su lento camino un metro adelante de sus zapatos. Todo se detenía en ese silencio. Veía todo como en esas fotos panorámicas –largas distancias para los dos lados, todo vacío– hasta que ese silencio lo llevó a otros silencios. Y esos silencios a otros ruidos.
Porque ahí, sí, las miradas se llenaban de ruidos. Preguntas, palabras, susurros, en-el-nombre-del-padre-del-hijo-del-espíritu-santo. Las miradas y esos ruidos lo rodeaban como si ya estuviese muerto, como si ya estuviese condenado. En-el-nombre-del-padre-del-hijo-del-espíritu-santo. Como si fuese un fantasma, un aparecido. Ya nadie se preguntaba si él sabía algo, para qué se habían vuelto los tres. No, todo había cambiado porque lo miraban caminar y entrar al almacén o al Marsellés como si ya hubiese muerto.
Como los otros.
El primero fue Fernando. Un martes, hacía tres semanas. Y lo encontró Silvia. Él estaba en el patio de adelante y lo único que recuerda son los ruidos. El ruido del llamado de Silvia, el ruido de sus propios pasos por el pasillo, el ruido inconfundible de una soga atada a una viga, meciéndose estirada por el peso de un cuerpo.
Se quedaron los dos ahí parados mirando a su amigo muerto. Tardaron un buen rato en llamar a alguien. Y no dijeron nada, ni en ese momento ni los días siguientes, por más que la policía y un juez les preguntaron una y mil veces si sabían algo, si el pobre-Fernandito-que-en-paz-descanse-qué-horrible-querer-morirse-así-tan-joven había dejado alguna nota o les había dicho algo. Nada. Ni una respuesta. Porque no la tenía él y sabía que no la tenía Silvia. Y esos silencios generaron muchas más preguntas. “¿Ellos sabían algo? ¿Sabían qué iba a pasar? ¿Para eso volvieron? Sí, ya decía yo que era raro que volvieran los tres juntos”.
Se pasaron toda la semana, desde el velatorio y el entierro del miércoles, los dos juntos, solos, él y Silvia. Casi no hablaban. Casi no hablaban de Fernando. Y cuando lo hacían, era como si no hubiese pasado nada, como si estuviese por llegar, como si estuviese por abrir la puerta con su sonrisa de siempre en cualquier momento, como si no hubiese decidido, de alguna manera, que ya no debían ser tres.
Nadie les creía. Todos sospechaban. “Algo saben y por eso andan los dos juntos” le escuchó decir a un primo lejano del muerto el día del entierro. “Los dos juntos”, otra vez, como si fuese algo extraño.
Los dos juntos, hasta que al martes siguiente, le tocó a él entrar a un baño demasiado silencioso y encontrar a Silvia con su mano suspendida del borde de la bañadera, el resto de las pastillas –una, dos, tres en línea– repartidas por el piso, los ojos cerrados como si estuviese durmiendo en el agua ya fría. Lo primero que le llamó la atención –o que se le grabó como una foto de ese instante, parado allí en la puerta–, era la mano de Silvia, la forma en que parecía querer alcanzar el frasco o las pastillas volcadas en el piso. “Tiene forma de pato” había pensado.
Otra vez, tardó en llamar a alguien. Y no habló. No supo qué decir, ya no le preguntaron nada. Porque para todos, él también ya estaba muerto.
Esa noche estuvo parado todo el tiempo al lado del cajón. No le importó escuchar lo que decían a sus espaladas. No le importó cuando alguien dijo, con el tono profético de esos pueblos chicos infiernos grandes, “Vinieron para morirse. Los tres”. Ni cuando los empezaron a llamar “los suicidados de los martes”, después de una nota en el diario que había escrito un compañero de la primaria, Sergio Baldaserre. “Qué tipo imbécil”, pensó, “eras un imbécil a los ocho años, seguís siendo un imbécil a los veintisiete y ahora encima escribís para el diario”.
Y entonces, desde ese martes, las miradas ya no estaban llenas de preguntas y de pobre-Fernandito-que-en-paz-descanse-qué-horrible-querer-morirse-así-tan-joven. Todo había cambiado en los susurros detrás suyo, porque ahora él también estaba muerto. Lo miraban como esperando que el martes siguiente alguien fuera a abrir una puerta para encontrarlo a él con un tiro en la boca o las venas cortadas o algo así.
Pero cuando pasó ese martes y se apareció el miércoles a buscar el Clarín por lo de don Basualdo, sintió un aire de desilusión en las miradas. Nadie iba a poder decir “y sí, era como yo lo había dicho, ahora le tocaba al Rusito”. Nadie iba a hablar de las venas abiertas, del tiro en la boca, de la sangre del Rusito manchando vaya uno a saber qué habitación de la vieja casa de la calle Necochea, del pobre-Rusito-querer-morirse-tan-joven.
A la semana, ya casi nadie hablaba de Silvia y Fernando –se habían robado unos pesos de la sacristía de la parroquia de Santa Inés y eso era de lo que se hablaba en el almacén, en lo de don Basualdo, en el Marsellés. Pero a él seguían mirándolo como un cadáver ya suicidado.
El martes siguiente, él estaba parado en la playa, a cien metros de las luces del Marsellés, tratando de detener el tiempo, tratando de que el silencio le gane a todo, que ese viento que tapa los oídos le caye los susurros, las preguntas y los ruidos.
Caminaba por la arena fría, las huellas marcando el camino entre el Marsellés y el mar. Se detuvo cuando se le empezó a nublar la vista, pero le echó la culpa al viento que venía del mar. No quería llorar. ¿Cómo iba a llorar si no había llorado al lado del cajón de Fernando y no había llorado al lado del de Silvia? Se pasó la mano por los ojoes y trató de enfocar la mirada. Enfocó en una panorámica. La línea de la playa, la línea de las olas, la línea del mar, la línea del cielo, las huellas de sus propios pasos, la línea del escarabajo lentamente avanzando, la línea de espuma dibujada por las olas, la línea de una viga, una soga tensa, un cuerpo, un brazo señalando una línea de pastillas que parecían ordenadas en el piso y que él levantó y metió una a una en el frasco antes de llamar a alguien, antes de llorar.
Empezó a caminar sin poder dejar de llorar. Empezó a caminar hacia esas líneas.
El agua, hundirse en el agua, el agua callaría todos esos sonidos. Y nadie iba a encontrarlo como Silvia lo encontró a Fernando, como él la encontró a Silvia. Flotaría y sería cuestión de suerte si su cuerpo de suicida de martes llegaba a alguna playa. Caminó sin mirar a los costados. Caminó hasta dejar de llorar.
Cuando la última lágrima salada como ese mar rodó por su cara y se voló por el viento, pensó que ese martes era un día muy frío y triste para morir. Escuchó el ladrido de un perro y la música que llegaba desde el Marsellés.
Y, a tres pasos del agua, no supo si detenerse.

las luciernagas

Las luciérnagas se apagaron. Todas. Todas juntas. Emily deja de verlas desde la ventana de la cocina. Todo, aquí, tiene una lógica distinta de la del resto del mundo, piensa.
Emily mira la oscuridad. La oscuridad ahora sin luciérnagas. Y recuerda cómo la pequeña Rose las contaba una a una hasta caer rendida por el sueño, el pequeño cuerpo recostado contra el de su madre, en la mecedora del jardín trasero.
Las luciérnagas se apagaron. Y no se vuelven a encender. Emily mira la oscuridad, inmóvil, y recuerda las miradas. Las miradas que ya sabían, con desesperación casi póstuma, que eran miradas finales. Emily mira la oscuridad y recuerda las miradas. Mira la oscuridad y recuerda los cuerpos.
Ahí, en la cocina, no hay sonidos. Como no los hubo aquella noche. Porque las miradas no tuvieron tiempo de gritar, porque apenas hubo el tiempo necesario para que los ojos cerrados de sueño se convirtieran en miradas asustadas o sorprendidas. Como aquella noche, se adivinan algunas luces en la granja de MacFairlane. Ahí, ahora, de pie frente a la ventana y la oscuridad, Emily siente la amenaza de esas luces del otro lado de la carretera. Pero no hace nada, porque ya no hay nada que hacer. Sólo quedarse inmóvil y mirar la oscuridad sin luciérnagas de finales de verano.
En algún momento empiezan estas cosas a entrar en ese territorio donde ya nada es igual a como era un segundo antes, donde nada va a ser igual alguna vez. Nada hace imaginar que la tranquilidad de una noche de calor húmedo y ventanas abiertas va a convertirse, después, en una larga serie de noches iguales a esa con el calor y ventanas que no se van a cerrar hasta que alguien les clave una madera y la casa misma, ahora llena de ellos, sea un fantasma más.
Emily mira la oscuridad y, por un instante, olvida las luciérnagas. Sonríe, imaginando que va a terminarse el terror por esas luces del otro lado de la carretera, imaginando que va a haber un momento, sí, en que no la aturdirán los silencios de esas miradas que no gritaron. Imaginando que, esta vez, los ojos van a seguir cerrados y no va a haber miradas. Sonríe, por primera vez desde aquella noche, imaginando que podrá olvidarse de los fantasmas.
Pero los fantasmas, esos fantasamas, no van a desaparecer. El único exorcismo posible ahora es la soga tensa en su cuello después de que el sacerdote le pregunte si tiene un último deseo. Después, un ruido seco y su cuerpo balanceándose en silencio sin pensar en nada más. Y Emily ya sabe que su último pensamiento va a ser para las miradas y los silencios aterrorizados que no se pueden separar. El deseo va a ser que se callen esos silencios.
Pero para eso falta mucho. Antes, vendrán las luces de autos policiales, vendrán los agentes del comisario Lawson recorriendo cada centímetro de la casa, vendrán las fotografías de las cosas tal como las dejaron aquella noche, vendrá alguien a cerrar las ventanas abiertas. Llegarán las preguntas, las horas de ella sentada en la mesa de la cocina, envuelta en su saco de lana verde, mirando la oscuridad, casi una autómata. Vendrá el instante final en que ella, como saliendo de un autismo eterno, sin quitar la vista de la ventana –y de la oscuridad sin luciérnagas– les diga:
–Allá, en el lago. No busquen más.
Y vendrán entonces las corridas con linternas y perros y alguien que avisa que sí, que están allí, que habían encontrado los cuerpos. Emily suspira, pensando que ahí sí podrá descansar. Suspira sin saber que ahí empezará otro infierno de preguntas y porqués y recuerdos y una y otra vez el cuchillo entrando en cada uno de los cuerpos que apenas tienen tiempo para despertar, apenas un mínimo instante para una mirada final, de esas miradas que no se borran y por favor que alguien calle esas voces.
Señorita Emily, ¿tiene un último deseo?
Emily mira la oscuridad. Y recuerda los cuerpos. Que se apagaron. Todos. Uno a uno.
Un segundo más tarde –una hora más tarde, una noche más tarde, un instante más tarde– golpean a la puerta. Ya llegaron. Se enciende una luciérnaga. Y luego otra, y luego otra, y luego otra, y luego otra.

goodbye, ruby tuesday (las semanas terminan los martes)

Cuando el teléfono suena a las tres de la mañana, a mitad de la noche, no hay nadie en la línea. Cuelgo. Y ya no puedo volver a dormir. Corro las cortinas, las que ella compró alguna vez, y abro la ventana. Afuera, espejos y luces llenan de puntos la ciudad todavía oscura. Afuera, lejanos sonidos de autos, sirenas, esquinas vacías. ¿Qué esperabas? ¿Realmente esperabas algo distinto?
El teléfono me despierta y no puedo volver a dormir. Ya es martes. Otra noche así.
Abro la ventana y dejo que algo del aire fresco de Barrow Street entre en la habitación. No hace frío, pero debe ser porque no corre mucho aire. Todo parece quieto aquí. Estoy cansado, aunque hace días, creo, que no hago nada. Y eso es más agotador que cualquier otra cosa. Me tiro en la cama, los ojos fijos en el techo. Los cierro, los abro. El techo, ahí arriba. Los ojos abiertos. Silencio. Aunque los silencios no son silencios en esta ciudad.
Podría dormir hasta que termine septiembre.
Doy vueltas en la cama. Trato de dormir pero sólo es un espejismo de dormir, una inútil mímica del sueño —cerrar los ojos, soltar el cuerpo, una pensada regularidad de la respiración, no pensar, rendirse— pensar en algo sin pensar. Imposible, lo sé. Los ojos fijos en el techo.
Y, entonces, estoy dando vueltas por la habitación.
Otra vez.
¿Cuánto dormí antes del teléfono? Anoche, habían pasado las once y seguía en alguna parte del Lower East Side, así que no debo haber vuelto aquí hasta pasada la medianoche. No, no dormí mucho. Y me debo haber quedado dormido leyendo. Ya sabés, nunca me puedo dormir sin antes agarrar un libro o ver algo de televisión, sea la hora que sea. Sí, ahí está, las hojas medio aplastadas entre las almohadas, una biografía de Edie Sedgwick bastante mala pero que quiero terminar. Sabés que me cuesta dejar los libros por la mitad. A ella no. Por ahí, en los varios estantes, debe haber una docena de libros que ella fue dejando durante estos dos años. Todos con algún señalador antes de la mitad. A veces me gusta agarrarlos y ver dónde los abandonó. Y me gusta que siempre use un señalador distinto, como si usar el mismo fuese una suerte de traición al libro anterior —boletos de tren, servilletas con cosas anotadas, postales que yo le mandé, postales que alguien le mandó, postales que ella escribió y nunca mandó, envoltorios de chocolates, flyers de recitales, muchas cosas sueltas que van armando una historia, supongo.
Una vez compré un libro usado, en el Strand de Broadway y la 12, y entre sus páginas encontré una postal que alguien le envió un fin de año a su “familia predilecta de Nueva York”. La guardé, como si me hubiese llegado por correo a mí. Siempre pensé: ¿quién se deshace de un libro? ¿y quién se deshace de un libro con una postal que alguien le mandó adentro?
Ella, tal vez.
Me doy cuenta que estoy hojeando un Go, de J.C.Holmes, con una entrada del Met marcando la página 74. Me doy cuenta que estoy sonriendo.
Pero sonó el teléfono. Y dormí poco y no me puedo dormir ahora.
No entra mucho aire desde la ventana abierta. Y hay un olor raro en la habitación. El perfume de ella todavía se confunde con ese olor extraño que flota en la ciudad estos días. Pongo a calentar algo de café. Un poco para que su aroma invada la habitación. Y un poco para mantenerme despierto —si no puedo dormirme, es mejor no estar en este estado del medio, entre dormido y despierto, por más que es ahí, como siempre me decías, donde todo se ve distinto, donde se ve cómo son en realidad las cosas, donde empezamos a flotar. Esa idea tan Peter Pan. Esa idea tan linda.
El café está bueno.
Otro día. Otra mañana. Otra mañana y ya son demasiadas. En la silla cerca de la puerta está mi chaqueta marrón. Hay algo de dinero en los bolsillos. Salgo. Y ya amaneció una mañana sin una sola nube y con poca gente en la calle.
El recorrido de siempre —desde Barrow St, subiendo por Bleeker, Sullivan, doblando en Spring, hasta el Café Borgia. Pero ahora es martes y hay sol. O ahora es martes y hay cenizas. Ya los días cambiaron, no son lo mismo. Desde hoy, pareciera que todas las semanas terminan los martes. Porque todos los días son este martes. Ese martes. Y ningún martes va a ser igual. Fuck it.
Miro la ciudad y veo fantasmas. La ciudad se llenó de fantasmas.
Y hay algunos que no están. O mañana no van a estar. Ella no está. Y en Bleeker no va a estar Lee, el ciego al que todas las mañanas ella le dejaba unas monedas. Ahora, soy yo el que cambia unos centavos o algún dolar por un poco de conversación. Había días en que le traía un vaso de café y me sentaba, en la misma puerta que él, a conversar un poco.
—¿Y cómo está la bella Maggie hoy? Hace días que no la veo por acá.
—Está muy bien. Mucho trabajo, sólo es eso. Ella está bien —y no tiene sentido explicarle que ella no está y que no sé si va a estar alguna vez, tan raro y rápido fue todo. Y entonces hablábamos, como siempre, de música, de la ciudad, de la gente que conocemos, de libros que Maggie o yo le leíamos cada tanto, generalmente los domingos, antes de ir a dar una vuelta por Washingtron Square. Ahora recuerdo que lo último que le leímos fue uno de DeLillo: Ruido de fondo.
Pero en esta ciudad ahora llena de fantasmas y cosas que no están, ninguno de ellos dos está. No está Lee en Bleeker Street. Y no estás, Maggie. Hay sólo ruido de fondo. Camino por la calle y todo está vacío. Es una linda mañana, pero todo es tan raro. Ahora la ciudad, ésta ciudad, pareciera, sí, tener silencios. No sé en qué momento está pasando esto. Sólo sé que tengo que salir a caminar por estas calles. Barrow, Bleeker, Sullivan, Spring. No sé bien por qué. Barrow, Bleeker, Sullivan, Spring. Es, tal vez, uno de esas cosas que sólo se comprenden cuando están terminadas. Barrow, Bleeker, Sullivan, Spring. Sol de fines de verano, cenizas de martes, cintas policiales algún día. Pedir un café en el Borgia, darme vuelta, un avión contra una torre, televisión, otro avión, el tiempo que se detiene, las calles que dejan de tener sentido, Lee no está, Maggie no está, todo desaparece, el teléfono suena a las tres de la mañana, a mitad de la noche, y no hay nadie en la línea.
El teléfono va a seguir sonando a las tres de la mañana los martes y no va a haber nadie del otro lado de la línea.
Silencios. La ciudad ahora tiene silencios.
Y no puedo dormir. Y los ojos fijos en el techo. Y esto que pudo pasar, que puede estar pasando, que puede no llegar a pasar, y yo nunca lo voy a saber. Y ella que nunca lo va a saber.

escala al sur del sur

Se da cuenta de que no puede recordar aquella cara. No hay, en los rincones de su memoria, ningún color de ojos, ningún peinado cayendo sobre la frente, no hay labios pintados ni mejillas sonrojadas. Nada. Sólo una mirada cruzada –un simple gesto atrapado entre una mirada descuidada entre la gente y una otra mirada, después, buscando desesperado ese gesto ya perdido, buscando repetir ese cruce de ojos–. En ese instante, ahí, todo. Y sólo a partir de ubicar ese gesto –y ubicarlo era encontrar en la memoria esos dos instantes, antes y después, y entonces unirlos llenando el vacío con el gesto perdido–, sólo a partir de tener en la mente ese fotograma, todo podía reconstruirse. Los ojos, el pelo, el movimiento nervioso de los labios, la sonrisa. Ella.
Piensa, sí, que ese instante, ese segundo, que ahora se mezcla con el resto de los recuerdos, es lo único que ha sobrevivido a todo lo que llegó después. Lo único que ha sobrevivido a la descontrolada mezcla de pasados, presente y futuros.
Ese gesto es tanto un salvavidas como una piedra atada al cuello. “Y el agua”, piensa, “sigue subiendo”.

Un aeropuerto. No. No un aeropuerto: la sala de embarque de un aeropuerto. No sé cuál, hay tantos en nuestras historias. Hubo tantos. Y hay demasiados en su memoria –en uno, sí, está enmarcado aquel gesto que se empecina en entorpecer los recuerdos–. Todo, imaginaba, se resolvía en los aeropuertos. Uno llegaba o uno se iba. Una puerta, una entrada. O una salida-exit-hombrecito-escapando-en-un-pictograma-verde.
Ese aeropuerto. Esa sala de embarque de ese aeropuerto. Una hora perdida entre la noche y la mañana. Una hora perdida entre dos continentes. Porque todo pasa –y nada pasa– en esas horas ausentes, en esas horas de escala, en esas horas de espera para subirse a un avión más, de espera de un cambio de avión y, tal vez, un cambio de destino. “Y el mío”, piensa, “siempre está por aparecer en esa pantalla”. Siente que otros tienen la suerte de subirse a una huida más temprana y no quedar atrapados en estas horas del medio.
Los otros escapan. No se hunden –ni se salvan– con ese gesto del medio.

Sabe, intuye, que ese gesto podría haberlo salvado. Seguir ese gesto e intentar marcarlo a fuego en su memoria con sólo una palabra. Pero no hizo nada, como tantas otras veces. Y lo sabe. El número de vuelo fijo en la lista de la pantalla, la mirada fija en un punto de ese aeropuerto, de esa horas muertas, donde estuvo ella, donde existió ese gesto que ahora sólo existe en su memoria y, en vez de salvarlo, parece hundirlo.
Todos los instantes perdidos, todos los instantes que desaparecieron porque no hubo una palabra o una mirada que los fijara en un espacio único e infinito. La mirada fija en un número fijo en una pantalla fija.

El tren está detenido. No hay casi nadie en el andén. Del otro lado de las vías salpicadas de nieve y reflejos de un cielo gris, otro tren rojo y blanco de la Deutsche-Bahn se detiene. Él levanta la vista del libro que está leyendo –¿Tolstoi?– y ve un rostro mirándolo a través de las vías salpicadas de nieve, de los reflejos del cielo gris, de los vidrios empañados de un tren rojo y blanco de la Deutsche-Bahn que retoma su marcha hacia el norte. El rostro más bello que había visto alguna vez, enmarcado en ese instante perdido en una estación en el medio del continente. Y el tren se va para el otro lado.
Muchas veces pensó en ese instante. Tantas veces, sin saber de este aeropuerto, de esta sala de embarque de aeropuerto de escala de madrugada. Y de este otro gesto que se va a otro lado.

El aeropuerto está vacío. O eso le parece. No sabe, en realidad, si se escapa o si sigue aprisionado en la huida misma. Como los demás, como las otras suertes atrapadas en esta sala, como todas las miradas fijas en pantallas con listas de vuelos que están por salir. Su vuelo no avanza. Nuestros vuelos nunca avanzan. Los otros vuelos suben en la lista, se mueven hasta el instante final del sonido de alguien anunciando que ahora, sí, todos a bordo, se van, el vuelo desaparece de la lista en la pantalla.
Su vuelo sigue ahí. Nuestro vuelo sigue ahí, fijo, en letras amarillas sobre fondo negro.

Sus recuerdos dejan de moverse en remolinos confusos y todo se frena en una rara fotografía que funde esa mirada a través de los rieles nevados con este gesto perdido años después en una sala de embarque de un aeropuerto que puede ser este o puede ser cualquier otro.
Nada se mueve. Y con el mismo ejercicio de recordar un rostro ubicándolo entre dos gestos, entre dos miradas, se da cuenta de que toda su vida se arma enmarcándola entre esos dos instantes. El tren rojo y blanco detenido en la nieve, la pantalla de los vuelos, el cielo gris, los demás pasajeros de escala, los vidrios empañados, la búsqueda desesperada para encontrar otra vez esa mirada y poder repetir ese gesto. La locura. Su atención por favor, United anuncia la partida de su vuelo número.
Ahí voy, de vuelta al mundo.

personajes secundarios

A la hora en que El Juanito me pone una botella frente a la cara, ya sé que las cosas no salieron como las había pensado. Estamos sentados en un sucio bar de Calle Revolución, a un centenar de metros de la frontera y todo, en estos momentos, parece haberse desviado de su curso. No nos dimos cuenta en qué momento fue, pero ya, en este instante, sabemos que la bifurcación fue allá atrás, hace horas o días o semanas, y, si pudiésemos volver, no encontraríamos el instante o el lugar donde todo pasó a ser como es ahora.
Supongo que, en este caso, de mucho me hubiesen servido las migajas de Hansel y Gretel.
El hombre dice que es hora de cerrar. Y creo que es hora de irme, aunque a veces siento que es mejor no moverme más, quedarme así como estoy. Y esa inercia, o esa quietud, mejor dicho, es reconfortante cuando todo se está desbarrancando.
Salgo. El Juanito se arrastra a mi lado. Nos envuelve todo lo que lo rodea a uno en Calle Revolución, nos envuelve todo lo que lo rodea a uno cuando está a metros del paredón de la frontera. Las cosas que deberían asustarnos, no nos asustan. Nada es lo que parece. Allá en mi habitación, las flores deberían estar ya marchitas pero no lo están. Siguen aguantando aunque quién sabe cuándo les cambiaron el agua por última vez.
Caminamos bajo el aire de la noche sin hablarnos. Dos calles al oeste, El Juanito se detiene en una esquina. Mira su botella ahora vacía. “Necesito un fix, bróder” dice, aunque dudo que me hable a mí. Da media vuelta y se pierde entre la gente. Sé que no lo voy a volver a ver, pero no importa, porque nada de esto importa cuando nos despedimos de estos espectros desencontrados.
Camino desde las sombras iluminadas de neones hasta el mercado, sintiendo que el último trato no salió bien. Aunque nada parece haber salido bien desde que me bajé del autobús, me sellaron el pasaporte, caminé las calles hasta pararme en la puerta del número 27 de la calle Santa Sofía y esperé a que alguien se despierte para abrirme.
“No hagas nada hasta que te avise. Buscas a El Juanito en esta dirección. O dejas que El Juanito te encuentre. Todos lo conocen a El Juanito allí. Y, chico, no te preocupes por nada”. Ahora, todo lo que me dijo McNabb unas semanas atrás, vuelve con cierta claridad a mi cabeza. No hice nada, no busqué a El Juanito: me quedé en esa habitación al fondo del pasillo de la casa de Santa Sofía esperando a que llegue alguna señal. Y como pasaron los días y no hubo señal alguna, salí. Y encontré a El Juanito. O él me encontró. Porque El Juanito encuentra a todos, dicen. Y, como sucedería muchas otras veces en esos días, El Juanito me puso una botella frente a la cara. Y yo sabía que en su otra mano podía haber un arma.
Estoy parado en el mercado. No tengo armas porque nunca tuve armas. Pero todos aquí me miran como si las tuviera y no dudara en sacarlas y vaciarlas de balas sobre cualquiera si un trato no sale bien. Y los tratos nunca salen bien de este lado.
La cosa es que McNabb nunca llegó a Tijuana. Escuché por ahí que se cruzó con otro trato mal terminado y nunca salió del West Side. Escuché por ahí que lo habían alcanzado en Denver y escuché también que lo habían alcanzado en El Paso. Pero siempre es así. “Ellos” hablan demasiado y personajes como McNabb siempre tienen muchos finales antes de encontrarse con el único final que todos tenemos reservado.
Ahora llueve. Mucho. No debería llover, pero cae tanta agua como para despintar del muro los nombres de los que se cruzaron con su único final tratando de cruzar al otro lado. Demasiadas balas y demasiados paraísos perdidos, ya sea que creamos que el paraíso está de este lado o que creamos que el paraíso está del otro lado de una pared.
Llueve y vuelvo a la calle Santa Sofía. Pude haber elegido escapar para no tener que esconderme. Pero ni siquiera estoy seguro de que alguien me persiga. Eso está reservado para otros, y ya a McNabb o a El Juanito se les cruzarán sus perseguidores o sus perseguidos. Y alguno sacará el arma más rápido. Alguno no verá la sombra que lo espera en un rincón. Y fin.
La calle Santa Sofía está desierta, aunque siempre parece estar desierta por más que haya trasnochados que apuran su regreso a casa, prostitutas que vuelven a camas donde no deben trabajar, perros que revuelven la basura buscando una salvación. Todos, en la calle Santa Sofía, buscamos sólo una cosa. Una salvación. Y la mía, tal vez, esté lejos de allí. Escapar, seguir cabalgando sin mirar atrás, con un último dólar de plata y una bala guardada para nuestro enemigo. Si nos agarran, que no sea escondidos, que sea yendo.
“Hay que cuidarse de los rincones oscuros de esta ciudad que está llena de rincones oscuros”, me digo mientras abro la puerta. No hay nadie. Creo que nunca hubo nadie, de todos modos. Ni siquiera cuando las sábanas se llenaban del perfume de pelos revueltos de Margarita. Nunca hubo nadie porque no dejé que nadie entre, no dejé que nadie se quede. “Margarita”, pienso ahora, “quiso quedarse”.
La habitación sigue vacía y las pocas cosas que tengo están desparramadas por el piso y sobre una mesa y la silla. Todo lo que tengo entra en una valija. Algo de ropa, un disco de Coltrane apoyado contra un tocadiscos que nunca pude hacer funcionar, un vaso con las flores violetas y blancas sin marchitar, una copia de D.H.Lawrence con una dirección anotada en la cubierta –27, calle Santa Sofía, puerta 4–, una carta de despedida de Margarita –llena de frases como “ya nos veremos en otro cruce más adelante de nuestros caminos sé que vas a estar ahí cuando menos lo espere y todo va a ir bien ya lo sé”, así, sin puntos ni comas porque cuando ella habla no hay ni puntos ni comas. Y, en el rincón, en la oscuridad donde va a esperar mi asesino, el paquete que McNabb iba a pasar a buscar algún día.
Hay una botella sobre la mesa y pienso en servirme un trago más. Pero, no. Siento todavía en la boca el pegajoso sabor del tequila de El Juanito. Me asquea y tiro lo que queda en la botella por la pileta, pensando que él debe seguir buscando su salvación entre los perdedores y perdidos de Calle Revolución. Junto todo y lo meto en la valija. Todo lo que tengo entra en una valija. El disco, el libro, la carta, un dólar de plata que me dio el indio que manejaba el autobús que me trajo hasta la frontera “para que uses cuando sólo te quede volver”.
Todo lo que tengo entra en una puta valija. Nada me ata a este lugar. Como en la canción, me vuelvo a New York City sólo porque creo que ya tuve demasiado. Salgo sin cerrar la puerta, dándole una última mirada al rincón del paquete y el asesino. De aquí en más, que no me importen los llamados de sirenas o demonios que piden que me dé vuelta. Camino una última vez por el pasillo de la casa de Santa Sofía. Todas las puertas del pasillo están abiertas, como siempre, pero ahora sólo para que les dé una última mirada antes de no volver más –en una, Camille dobla su ropa con olor a borrachos y tequila, y me mira y sabe que no voy a volver y me sonríe un “suerte” sin sonido, sin mover los labios y en español; en otra, un mueble con fotos que sólo pueden ser de gente que ya está muerta; en otra, la Señora María me mira pasar sin preguntarme si voy a pagar la semana que le debo; en otra puerta, la de la calle, la última, en esa puerta ya empieza a amanecer.
Y ahora en la calle todas las puertas y ventanas de Santa Sofía parecen ahora despertarse y abrirse y dejar que se huela ese perfume entre dulce y viejo que tienen todas las cosas de este lado de la ciudad. Sin mirar atrás, caminando por el medio de la calle, siento las miradas de todos los que quedan atrás. Siento la mirada de El Juanito. Siento las miradas de todos los trasnochados, las prostitutas, los pecadores, los suicidas, los perseguidores y los ángeles que me rodearon o que dejaron que yo los rodeara durante estos días, semanas, meses.
O tal vez lo único que siento a mis espaldas es el sol que sube en el este.
Paraísos pasados y paraísos futuros. Y siempre nosotros en el medio, rodeados de revoluciones, de fronteras, de luces oscuras, de gente que se va y a la que seguimos esperando sabiendo que no van a llegar, de flores que no se marchitan, de fotos de muertos, de puertas abiertas para despedirnos, y de santos que siempre parecen estar a punto de sacar un arma, nos ponen una botella frente a la cara y sonríen.

instrucciones para empezar a moverse

Quietud. Es eso. Es eso lo que me pasa, piensa X, nada se mueve y entonces yo no me muevo. Está en un pasillo vacío de supermercado. Nadie desde aquí hasta más allá de las frutas y las heladeras con los lácteos. X no se mueve. Se da cuenta de que se quedó congelado entre dos gestos —elegir entre doscientos dentífricos y mirar los pasillos vacíos—, en ese link entre una acción definida y el fundirse con la quietud que lo rodea. Está en pausa entre lo que iba a hacer y lo que se da cuenta de que no hace. Se queda con la mano apenas empezando el ademán de agarrar una caja de Colgate.
Escucha la música que llega por el sistema de sonido. Música con una especie de sordina, como pasada a través de una almohada, con el volumen ampliado por el eco de un lugar vacío. No sabe el nombre de la canción, pero recuerda que estaba al final de una película, la de las hermanas que se suicidan. Por lo menos, ahí, las cosas pasaban. Piensa, sí, que hay algo de movimiento, al menos, en el intento de terminar con algo.

Hagamos un alto para entender por qué X, parado frente a las cajas de Colgate, piensa que todo está quieto salvo unos suicidios adolescentes en una película. Pause. Es invierno y es lunes. Un lunes demasiado lunes, como le gustaba decir a ella, piensa X. Ahora que estamos en pausa, hagamos rewind a treinta, cuarenta horas antes, a una habitación con el sol entrando a través de las persianas entreabiertas. X está inmóvil y mira fijo hacia adelante, igual que en el supermercado, igual que hacia las frutas. TV, power, on.
Ninguna llamada. Platos apilados en la pileta. Nada en setenta canales. La luz del contestador no parpadea. Nada en setenta canales: películas empezadas y noticieros de Europa. Ninguna llamada. Podría llamarla yo. Podría leer de nuevo Moby Dick, ahora que tengo tiempo. Ninguna llamada. Miento: esta semana llamaron para venderme una parcela en un cementerio. ¿No pensó en su futuro? Ah, no, cierto, usted es muy joven. ¿Lo llamo en un mes? Sí, señora, en un mes voy a ser más viejo, sí, pero nada va a cambiar. Si decido morirme y no se me ocurre dónde dejar mis huesos, yo la llamo. Cortaron. Gracias.
Veamos la habitación de X. En el estante de los libros, las marcas en el polvo acumulado, nos muestran que faltan diez o doce. Y en los tres primeros cajones, no queda ropa de esa chica que, suponemos, es la misma que está sonriendo en un portarretratos sobre la mesa de luz.
En la nota que Z —llamémosla así, para que sea más fácil— le dejó arriba de la mesa, le dice que se lleva los libros y los discos. “No te voy a decir cuáles. Si me conocés, ya sabés cuáles son”. Eso fue lo más cruel: no el vacío de polvo en un estante, pero sí que se llevara todos los discos de la A hasta la G, lo que quiere decir que se llevó los de Dylan y los de Miles Davis. Perra.

Nada en setenta canales. Nadie desde acá hasta el pasillo de las frutas. Y música de películas en los parlantes. Fastforward hasta el supermercado.
Quietud. Es eso lo que me pasa. Nada se mueve y entonces yo no me muevo. Sigue en un pasillo vacío de un supermercado de lunes, la vista fija en un punto entre las frutas que ahora se ven como manchas de colores —y entonces los rojos son manzanas, los verdes son peras, los amarillos son bananas. Y los blancos, rojos, dorados, cajas de Colgate.
Y así todo se ve como un fuera de foco —las frutas, el pasillo vacío, el sonido, el teléfono que no suena, los setenta canales, la nota de Z avisándole que se lleva los discos y el vacío de los libros que habrá que llenar de nuevo— que se funde con la luz muy blanca de los pasillos vacíos.

Un tubo fluorescente del techo empieza a titilar. Lo mira y se da cuenta de que esa luz amenazando con apagarse lo saca de esta quietud de un pasillo vacío, de esta escena en pausa desde que ella escribió una nota, vació un estante y dejó los discos desde la H.
Es hora de empezar a moverse. Es hora, se dijo. Recordó una canción de las que que ella se llevó y empezó a cantar.
No hay fueras de foco. El vacío deja de ser cegador. El sonido parece más nítido. No hay más suicidas de película. Los colores son frutas de nuevo, allá adelante.
Y entonces, play.