goodbye, ruby tuesday (las semanas terminan los martes)

Cuando el teléfono suena a las tres de la mañana, a mitad de la noche, no hay nadie en la línea. Cuelgo. Y ya no puedo volver a dormir. Corro las cortinas, las que ella compró alguna vez, y abro la ventana. Afuera, espejos y luces llenan de puntos la ciudad todavía oscura. Afuera, lejanos sonidos de autos, sirenas, esquinas vacías. ¿Qué esperabas? ¿Realmente esperabas algo distinto?
El teléfono me despierta y no puedo volver a dormir. Ya es martes. Otra noche así.
Abro la ventana y dejo que algo del aire fresco de Barrow Street entre en la habitación. No hace frío, pero debe ser porque no corre mucho aire. Todo parece quieto aquí. Estoy cansado, aunque hace días, creo, que no hago nada. Y eso es más agotador que cualquier otra cosa. Me tiro en la cama, los ojos fijos en el techo. Los cierro, los abro. El techo, ahí arriba. Los ojos abiertos. Silencio. Aunque los silencios no son silencios en esta ciudad.
Podría dormir hasta que termine septiembre.
Doy vueltas en la cama. Trato de dormir pero sólo es un espejismo de dormir, una inútil mímica del sueño —cerrar los ojos, soltar el cuerpo, una pensada regularidad de la respiración, no pensar, rendirse— pensar en algo sin pensar. Imposible, lo sé. Los ojos fijos en el techo.
Y, entonces, estoy dando vueltas por la habitación.
Otra vez.
¿Cuánto dormí antes del teléfono? Anoche, habían pasado las once y seguía en alguna parte del Lower East Side, así que no debo haber vuelto aquí hasta pasada la medianoche. No, no dormí mucho. Y me debo haber quedado dormido leyendo. Ya sabés, nunca me puedo dormir sin antes agarrar un libro o ver algo de televisión, sea la hora que sea. Sí, ahí está, las hojas medio aplastadas entre las almohadas, una biografía de Edie Sedgwick bastante mala pero que quiero terminar. Sabés que me cuesta dejar los libros por la mitad. A ella no. Por ahí, en los varios estantes, debe haber una docena de libros que ella fue dejando durante estos dos años. Todos con algún señalador antes de la mitad. A veces me gusta agarrarlos y ver dónde los abandonó. Y me gusta que siempre use un señalador distinto, como si usar el mismo fuese una suerte de traición al libro anterior —boletos de tren, servilletas con cosas anotadas, postales que yo le mandé, postales que alguien le mandó, postales que ella escribió y nunca mandó, envoltorios de chocolates, flyers de recitales, muchas cosas sueltas que van armando una historia, supongo.
Una vez compré un libro usado, en el Strand de Broadway y la 12, y entre sus páginas encontré una postal que alguien le envió un fin de año a su “familia predilecta de Nueva York”. La guardé, como si me hubiese llegado por correo a mí. Siempre pensé: ¿quién se deshace de un libro? ¿y quién se deshace de un libro con una postal que alguien le mandó adentro?
Ella, tal vez.
Me doy cuenta que estoy hojeando un Go, de J.C.Holmes, con una entrada del Met marcando la página 74. Me doy cuenta que estoy sonriendo.
Pero sonó el teléfono. Y dormí poco y no me puedo dormir ahora.
No entra mucho aire desde la ventana abierta. Y hay un olor raro en la habitación. El perfume de ella todavía se confunde con ese olor extraño que flota en la ciudad estos días. Pongo a calentar algo de café. Un poco para que su aroma invada la habitación. Y un poco para mantenerme despierto —si no puedo dormirme, es mejor no estar en este estado del medio, entre dormido y despierto, por más que es ahí, como siempre me decías, donde todo se ve distinto, donde se ve cómo son en realidad las cosas, donde empezamos a flotar. Esa idea tan Peter Pan. Esa idea tan linda.
El café está bueno.
Otro día. Otra mañana. Otra mañana y ya son demasiadas. En la silla cerca de la puerta está mi chaqueta marrón. Hay algo de dinero en los bolsillos. Salgo. Y ya amaneció una mañana sin una sola nube y con poca gente en la calle.
El recorrido de siempre —desde Barrow St, subiendo por Bleeker, Sullivan, doblando en Spring, hasta el Café Borgia. Pero ahora es martes y hay sol. O ahora es martes y hay cenizas. Ya los días cambiaron, no son lo mismo. Desde hoy, pareciera que todas las semanas terminan los martes. Porque todos los días son este martes. Ese martes. Y ningún martes va a ser igual. Fuck it.
Miro la ciudad y veo fantasmas. La ciudad se llenó de fantasmas.
Y hay algunos que no están. O mañana no van a estar. Ella no está. Y en Bleeker no va a estar Lee, el ciego al que todas las mañanas ella le dejaba unas monedas. Ahora, soy yo el que cambia unos centavos o algún dolar por un poco de conversación. Había días en que le traía un vaso de café y me sentaba, en la misma puerta que él, a conversar un poco.
—¿Y cómo está la bella Maggie hoy? Hace días que no la veo por acá.
—Está muy bien. Mucho trabajo, sólo es eso. Ella está bien —y no tiene sentido explicarle que ella no está y que no sé si va a estar alguna vez, tan raro y rápido fue todo. Y entonces hablábamos, como siempre, de música, de la ciudad, de la gente que conocemos, de libros que Maggie o yo le leíamos cada tanto, generalmente los domingos, antes de ir a dar una vuelta por Washingtron Square. Ahora recuerdo que lo último que le leímos fue uno de DeLillo: Ruido de fondo.
Pero en esta ciudad ahora llena de fantasmas y cosas que no están, ninguno de ellos dos está. No está Lee en Bleeker Street. Y no estás, Maggie. Hay sólo ruido de fondo. Camino por la calle y todo está vacío. Es una linda mañana, pero todo es tan raro. Ahora la ciudad, ésta ciudad, pareciera, sí, tener silencios. No sé en qué momento está pasando esto. Sólo sé que tengo que salir a caminar por estas calles. Barrow, Bleeker, Sullivan, Spring. No sé bien por qué. Barrow, Bleeker, Sullivan, Spring. Es, tal vez, uno de esas cosas que sólo se comprenden cuando están terminadas. Barrow, Bleeker, Sullivan, Spring. Sol de fines de verano, cenizas de martes, cintas policiales algún día. Pedir un café en el Borgia, darme vuelta, un avión contra una torre, televisión, otro avión, el tiempo que se detiene, las calles que dejan de tener sentido, Lee no está, Maggie no está, todo desaparece, el teléfono suena a las tres de la mañana, a mitad de la noche, y no hay nadie en la línea.
El teléfono va a seguir sonando a las tres de la mañana los martes y no va a haber nadie del otro lado de la línea.
Silencios. La ciudad ahora tiene silencios.
Y no puedo dormir. Y los ojos fijos en el techo. Y esto que pudo pasar, que puede estar pasando, que puede no llegar a pasar, y yo nunca lo voy a saber. Y ella que nunca lo va a saber.

2 comentarios:

Sebastián Zaiper Barrasa dijo...

Matías:

me gustan mucho tus textos.
Llevan
movilizan
te acompañan durante el texto
y también después
(demasiado después... la pucha que no me los puedo despegar!!!)


Cuando puedas, agrega el coso ese de seguidores que me quiero hacer seguidor de este blog...)

mato dijo...

gracias, una vez más, por los elogios. dan ganas de seguir y hacer que los textos sigan llevando y acompañando!