A la hora de la cena, nada se mueve. A la hora de la cena, no llegó nadie. “Ya tendrían que estar acá”, piensa Pablito. Y tiene hambre. No sabe qué pasó. No sabe si alguien más pudo escapar. Volvió al departamento de Jorge Newbery y Corrientes y espera. No hay señales de nadie. Y tiene hambre. Y no hay nada en la heladera, salvo una Quilmes por la mitad. “Podría cruzar al kiosco”, se dice, “pero van a llegar y no me van a encontrar”. Y las órdenes eran claras: si algo no planeado sucede, desaparecer, irse cada uno por su lado y encontrarse directamente en Newbery.
Y no moverse.
Y entonces Pablito no se mueve. Aguanta el ruido en el estómago y espera. Mira por la ventana, pero no hay demasiado que pueda ver —una parte de la medianera, unas bolsas de consorcio, algunas ventanas cerradas o sin luces, los reflejos del cartel de Camel del kiosco y de las luces de los autos pasando por la avenida—. El resto es todo oscuridad, el resto es todo quietud.
Se pregunta qué habrá pasado. ¿Habrá quedado él solo? ¿Será el único que pudo escapar? “No, no lo creo:” piensa, “si son todos más inteligentes que yo. Y si yo pude llegar hasta acá, ellos ya deben estar por llegar”. Sigue mirando lo poco que puede ver por la ventana. “Deben estar haciendo tiempo, yirando para despistar a la cana”.
Duda. ¿Y si lo siguieron a él? ¿Qué va a pasar, qué van a decir los otros si a él, que escapó casi sin pensar, lo siguieron hasta Chacarita sin que se dé cuenta? “No, no puede ser,” piensa, “ya me habrían agarrado”. Miedo. Pueden estar esperando a que lleguen los demás. Un sudor frío empapa la remera azul de Pablito. Miedo a la espera. Miedo a que lo estén esperando a él. “Pueden estar en esas ventanas”, piensa Pablito y se aleja de la suya. Apaga la luz.
Piensa en los demás. En el Ruso, en Patán, en el Gordo. Piensa en Urruti.
Y hay una mezcla de miedo y tranquilidad en pensar en Urruti. Sabe que él hizo todo bien, sabe que cumplió su parte del plan. No hubo errores. Pero Julián Urruti, el jefe, es un tipo que mete miedo. Siempre con pocas palabras y sin transmitir nada que no quisiese. Y se había cargado a varios de sus cómplices en otro robo. O eso le contó Patán, al menos. “Hay que tener cuidado con este tipo, pibe” le había dicho. Pero eran muchas, demasiadas, las historias que había escuchado y, además, Urruti siempre lo había tratado bien. Urruti conocía a sus padres y confiaba en él. Y él confiaba en Urruti. Lo demás, creía, eran sólo historias.
–Tu viejo era un buen tipo, Pablito. Y los quería a vos y a tu vieja y a las pibas. Una cagada lo que pasó. Te juro que si yo hubiera estado ahí, nada le pasaba.
Pero Patán, según le había contado a Pablito unos días antes, había escuchado varias historias en Devoto y en Catán. “El tipo estaba ahí cuando fue lo de tu viejo. Y no hizo un carajo. Se escondió y se guardó la guita”. Pablito, de todas maneras, no le creía a Patán, a quien había conocido solamente unas semanas atrás, en un bar frente al cementerio, cuando Urruti los juntó para contarles su plan y distribuir las partes que a cada uno le tocaban.
Y Urruti dijo que confiaba en Pablito, “el pibe de Ramírez”.
Es la hora de la cena y nada sucede. Pablito Ramírez espera. Espera que alguno de los demás llegue. Repasa el plan. Y se da cuenta de que sólo recuerda su parte. “Así va a ser más fácil:”, había pensado, “hago lo que me toca, no me preocupo por el resto, todo sale bien, y me quedo con mi parte de la guita cuando Urruti la reparta”. Ni siquiera recuerda haber pensado si su porción era menor que la de los demás. Y no le importaba. Era una buena plata y listo. Y no debía hacer nada más que esperar con el auto –un Taunus que había conseguido el Ruso– en marcha. Los demás ingresarían, se encargarían de los policías, tomarían el dinero y saldrían. Y él manejaría por las calles que Urruti le fuese indicando. Si todo salía bien, si no había ningún sujeto tratando de jugar a ser el héroe del día, como decía Urruti, ni siquiera habría que disparar una sola bala.
–Vos, Pablito, no te tenés que calentar por nada: ni siquiera tenés que llevar un chumbo –le sonrió Urruti cuando repartieron las armas la mañana del día indicado.
Pero Pablito llevó un viejo revolver de seis tiros que había sido de su padre. Las seis balas listas, por más que el plan no dejaba dudas y no habría que dispararlas. Pensó que era indicado no decirle nada ni a Urruti ni a los demás.
Ahora, repasando lo que había ocurrido varias horas antes, Pablito no recuerda haber pensado en el arma en su bolsillo cuando vió al Ruso y al Gordo salir corriendo del banco. “Algo no está bien”, sí recuerda haber pensado. Y entonces, como un taxi tapaba al Taunus, se bajó y corrió él también. No recuerda haber escuchado tiros o gritos o sirenas. Corrió, dobló en la primera esquina y no miró más para atrás. Cruzó una plaza, se metío en el subte y afortunadamente un tren de la línea B vino a su rescate. Unos minutos después, estaba entrando en el departamento vacío de Newbery donde debían encontrarse todos. Nadie lo había seguido, ahora estaba seguro. Haberse metido en el subte era lo que lo había salvado, pensaba.
Recién al llegar al departamento, recordó el revolver en su bolsillo, todavía con las seis balas.
Pero nadie había llegado. La hora de la cena, las luces ya encendidas en toda la ciudad y nadie había vuelto. Y Pablito espera.
Pablito se sienta en la mesa frente a la puerta, los ojos cansados fijos en el picaporte. Las luces todavía apagadas. Los ruídos y los reflejos de las luces llegan amortiguados de la avenida y el kiosco. No hay nadie en las ventanas del edificio de al lado, se tranquiliza. Pero se da cuenta que tiene la mano en el bolsillo, apretando fuerte el arma.
Suda frío y espera y mantiene la mirada fija en la puerta que no se abre, la mano empuñando un revolver con seis balas.
A la hora de la cena y, ahora, con el arma sobre la mesa, Pablito tiene un pensamiento que lo aturde. Piensa que lo abandonaron. Piensa que nadie va a llegar a esa puerta. Piensa que su parte del botín está, posiblemente, escapando de la ciudad. Piensa también en que Urruti, sí, pudo haberse desecho del Ruso, del Gordo y de Patán. Y que ahora le toca a él.
Piensa que todo sí salió como estaba planeado, pero se da cuenta de que él no era parte del plan.
Tiene ganas de llorar. Y tiene hambre. Porque es la hora de la cena y nadie llegó y no va a bajar al kiosco. Sentado frente a la puerta, Pablito escucha los sonidos amortiguados de la calle y escucha el ruido que hace su estómago. “¿Qué pasó?”, piensa, “¿y qué va a pasar?”
El picaporte gira, se abre la puerta y Pablito Ramírez dispara los seis tiros.
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