adios al otro lado, adios a este lado

Del otro lado del mapa, la Ruta 1 va dibujando curvas en el borde de los acantilados, el sol se esconde en el Pacífico, la tarde se vuelve roja y algo de ese aire californiano entra por las ventanillas bajas. Del otro lado del mapa, la Ruta 1 se estira vacía delante de las ruedas, las luces lejanas de Carmel se asoman detrás de alguna curva. Del otro lado, California se abre a su atardecer, la primavera eterna le gana a cualquier recuerdo del invierno y, entonces, sólo queremos seguir por esa ruta hasta donde se pierde la vista y sabemos que allá adelante está Los Angeles, allá adelante está San Diego, y más allá la frontera y México y así hasta que se termina el mapa.
Del otro lado, podríamos seguir, pero ya es de noche. Siempre llega la noche y los ojos se nos cierran y hay que detenerse. La ruta nos va a esperar, tal vez. Nos arriesgamos. Del otro lado del mapa, un motel al costado de la ruta.

De este lado del mapa, hace días que no para de llover. O de nevar. No sé, porque hace días que los vidrios en las ventanas están empeñados. Y hace días que no salgo a la calle. Creo que es jueves o viernes, aunque el martes pasado parece demasiado lejos. Demasiado. Casi como si fuese un martes de otra vida.
Hace horas que estoy tirado en la cama, mirando la pintura descascarada del techo. Hace horas que los únicos sonidos son los que llegan del Bowery. Hace horas que la vista está fija en el techo. Debería arreglarlo. Debería llamar a alguien para que lo arregle. Debería empezar a arreglar mi vida antes. Pienso –o tal vez estoy dormido y entonces sueño– que todo esto es una repetición de otra vida, y el martes, ese martes, es un recuerdo que nos trajimos como prueba de que estuvimos allí. Las migajas de Hansel y Gretel.
Salvo que, a ese martes, no quiero regresar.
De este lado del mapa, me despiertan unos golpes en la puerta.

Vuelvo al motel con unas hamburguesas y un par de cervezas Dos Equis en una bolsa de papel marrón. La habitación no está mal para estos diez dólares –un baño limpio, una cama cómoda, un televisor, una ventana grande que da al estacionamiento, un espejo donde me miro después de las horas en la ruta, una ducha fresca–. Me tiro en la cama, enciendo el televisor y como las hamburguesas. Nada en los cincuenta canales. Un partido de entre los Rangers y Detroit, pero me quedo dormido en la mitad del segundo cuarto.
Del otro lado del mapa, me despierta el sol entrando desde el estacionamiento.

Me levanto y camino hasta la puerta. Me miro en el espejo después de tal vez muchas horas de sueño. ¿Cuántas? Imposible saberlo. Me quedo un instante ahí parado, redescubriendo mi imagen. Sé que es de día porque la luz que entra por las ventanas no es la del neón de Mia’s. Debe haber salido el sol, además. La TV está encendida, pero no hay ningún canal sintonizado. O cortaron el cable.
–Hey, ¿cómo estás? Ya pensaba que no ibas a abrir –Maggie me sonríe sentada en la escalera, comiendo algo, que parece falafel, de un enorme vaso de cartón–.
–Si no traes buenas noticias, no traigas ninguna.
–No sé. Ahora, creo que todas son buenas. Sea lo que sea, es buena noticia. –Entra al departamento–. Te traje algo para almorzar. Supuse que no tenías nada en la heladera y enton… –se mete en la cocina y no escucho lo que dice. Sale con un plato y un par de tenedores–…y deberías ordenar un poco. Y mira esa pintura: un día de estos se te va a caer el techo en la cabeza.
La miro, parada ahí en el medio de la sala. Sus jeans viejos, sus botas coloradas, su sweater del otro lado de la frontera. Nunca me pareció tan bella.
–Ya sé, a todos nos tomó por sorpresa. Aunque sabes cómo es… cómo era… je, todavía no me acostumbro… Sabes cómo era Archie. Saber que tenía algo y no decirle nada a nadie hasta el último momento. –Me doy cuenta de que está a punto de llorar, pero fueron tantas las lágrimas de estos días, que parece que sus ojos ya están secos. La miro, parada ahí en el medio de la sala. Sus jeans viejos, sus botas coloradas, su sweater del otro lado de la frontera. Nunca me pareció tan triste.
Podría dar dos pasos y abrazarla. Eso hacen los amigos, ¿no? Pero sigo quieto contra la puerta.

Bajo a desayunar. Jugo de naranja y tostadas con jalea. Antes de salir, guardo varias rodajas de pan en el bolsillo del saco.
La calle está llena de sol. De sol y de gente cruzando la calle en sus bermudas y camisas coloridas, de gente saliendo del mercado con bolsas que cargan en camionetas todo terreno, de chicos con sus tablas, sus anteojos oscuros, y de chicas californianas como las de la canción. Todos sonrientes, todos despreocupados, todos bajando por la misma calle, todos yendo hacia el mar.
Siento que no hay nada peor que andar solo por la playa. Las ciudades son distintas. La playa, esta playa del otro lado del mapa, con todos estos westcoasters lanzándose frisbees o pelotas de football, bebiendo sus naranjadas, con sus camisetas con la leyenda ‘California, el estado donde está el sol’, esta playa es lo último que necesito.

De este lado del mapa, llueve en el cementerio. Unas veinte personas seguimos paradas bajo esta lluvia interminable, o que se va a volver interminable dentro de unos días, el jueves o el viernes. Tengo la sensación de que es el único funeral del día. Y se siente como si fuese el único de nuestras vidas. Nadie habla pero nadie parece escuchar al cura que, bajo el paraguas más triste y rodeado del silencio de un cementerio con un sólo funeral, insiste en convencernos a las casi veinte personas bajo la lluvia que Archie va a estar mejor junto al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo y a todos los santos.
¿Estás seguro, Archie, que estás bien allí?
Fijo la vista en algún punto de la tierra revuelta junto al cajón, y sólo la desvío cuando Maggie gira su cara para buscarme entre la gente y me sonríe entre lágrimas. Sólo puedo devolverle una mueca que pasa por una sonrisa. Quisiera decirle que nunca un martes me pareció tan triste. Quisiera decirle que la entiendo. Aunque sé que nadie nos entiende cuando estamos despidiendo a alguien. Aunque sé que nadie nos entiende cuando despedimos a alguien que se despidió mucho antes de tiempo.

Del otro lado del mapa, la Ruta 1 vuelve sus pasos hacia San Francisco. Otra vez el sol y el aire y la costa de acantilados allá abajo. Otra vez la ruta vacía, pero ahora el final del mapa a nuestras espaldas. Mientras cruzo las calles de San Francisco, trato de entender qué me llevó a estar ahí, lejos de todo y de todos. Qué me llevó a estar, del otro lado del mapa, manejando un auto alquilado de norte a sur y de sur a norte, una y otra vez, parando en moteles de segunda, mirando juegos en la TV hasta quedar dormido, robándome rodajas de pan del desayuno.
No hay una respuesta. Tal vez, sólo lo que quedó del lado del mapa donde todavía, desde aquel martes, está el invierno.

Maggie sigue de pie en el medio de la sala. Sigue sin poder llorar, aunque tal vez sea lo único que hace desde hace días. Sigo mirándola sin poder hacer nada. Mi mejor amiga trata de llorar la muerte de su mejor amigo, trata de llorar la muerte de mi mejor amigo, y yo no hago más que mirarla parada en el medio de un departamento desordenado, sosteniendo un plato con un almuerzo que no tengo ganas de probar.
Es jueves o viernes y me doy cuenta de que quiero irme, de que no quiero estar aquí, de este lado del mapa.

Del otro lado, atardece azul en todo el mundo de California y San Francisco brilla ahí adelante. Brilla en las calles que van hacia la bahía, brilla en el sol rebotando en las ventanas y atravesando la sombra de las hojas y los balcones, brilla cuando el sol se va y las luces se empiezan a encender en todas las calles que suben y bajan desde aquí hasta más allá del puente, brilla en los faroles chinos de papel colgados en una ventana, brilla en los ojos de dos vagabundos tocando viejas canciones en el Wharf, y ahora la policía llega y les hace apagar los amplificadores, pero la gente les pide que sigan tocando y las guitarras desenchufadas parecen sonar más fuerte que nunca y, sí, todo brilla en la tarde de San Francisco.
La mañana del que es mi último día en la ciudad, mientras desayuno en una de esas cafeterías en las que uno se sienta en la barra y una chica que se debe llamar Debbie o Jenny y vino desde Minnessotta sirve café cada vez que se vacía la taza, escribo una carta que no voy a mandar, porque es una de esas cartas que no se mandan. Es para Maggie. Pienso en Maggie y pienso en Archie. Escribo “desperté esta mañana, caminé hasta la cocina, y morí”. Y eso me inquieta, como si hubiera algo de premonición, de futuro, de repetir algo que traemos de otra vida. Me doy cuenta de que todo es tan frágil, todo pasa tan rápido, y todo deja de importarme. Salgo y camino sin rumbo por las calles.
En una esquina, estoy parado frente a mi reflejo en los vidrios de un café. Una imagen deformada –curvas, líneas, brillos, luces– aunque me sigo reconociendo. Vuelvo a recordar la frase garabateada en el papel arrugado en mi bolsillo. Miro al mismo tiempo mi reflejo y esa imagen de ver mi propia muerte como en tercera persona. Alucinaciones de la Costa Oeste.
Queda sólo, entonces, irse al otro lado del mapa.

2 comentarios:

valkiria dijo...

parece que hay vida más allá del celuloide hollywoodense... y hay muerte también... muy bueno el relato!

mato dijo...

gracias E!