bajamar

Pagó el taxi con un billete de diez y bajó sin esperar el cambio. Hacía frío, y una ventisca húmeda y algo molesta que llegaba desde la costa, le hizo subirse las solapas del saco.
No había nadie en la calle, aunque era normal a esa hora y en esos días de principios de invierno. “En este lugar”, pensó, “un segundo después de terminarse el verano, ya todo es así. No hay que esperar al invierno”. Siempre le había parecido, ese pueblo, la imagen del descampado donde hasta unas horas antes, habían brillado las luces de un carnaval. Un vacío triste con demasiados ecos de risas y músicas que ya no estaban. Sí, iban a volver algún día, pero ahora se habían ido.
Se quedó inmóvil un rato. El sonido del taxi, un Taunus viejo, perdiéndose en la curva de regreso al centro se confundió con el cercano ruido de las olas rompiendo. El mar. Y el viento. Un viento que tapa los oídos. “Y te vuelve loco. De a poco, pero te vuelve loco”, pensó.
No se animaba a entrar. Aunque no podía terminar de descubrir qué era lo que le provocaba eso. Pensó en dar media vuelta y volver, pero el taxi ya no estaba y, a esa hora y con ese tiempo, no era muy sensato andar caminando. Miró al cielo. Unas pocas nubes tapaban el último sol que estaba ya por irse y amenazaban con una lluvia que estaba por llegar. “Va a seguir lloviendo”, pensó, acomodándose el gorro de lana.
Y entró.
Había poca gente en el Marsellés. No más de cinco o seis personas. El viejo francés lo miró desde la barra.
–¿Qué hacés, Rusito? ¿Tomás algo?
–Nada, gracias. Buscaba a alguien –contestó, haciendo el ademan de mirar entre las mesas–. No, no está. Chau, me tengo que ir.
Salió. Sin mirar atrás ni esperar un saludo. No había podido aguantar las miradas. Hacía días que las miradas de todos en el pueblo lo hacían retroceder al día, hacía poco más de un mes, en que los tres –Silvia, Fernando y él– se bajaron del micro en la plaza, después de haberse ido, después de la vida allá en Buenos Aires, después de años de no volver. “¿Para qué volvieron? ¿Para qué, después de tantos años? ¿No es raro que vuelvan los tres juntos?”. Se había cansado, igual que Silvia, igual que Fernando, de escuchar esas preguntas susurradas cada vez que se daban vuelta, cada vez que entraban a un lugar, en el almacén, en la panadería del tío de Silvia, en la parada de diarios de don Basualdo, en el Marsellés.
Retrocedía siempre a esa mañana. Los tres parados en la plaza, las miradas clavadas en ellos. Retrocedía hacia un martes, tres semanas atrás, cuando las miradas sólo se posaban en Silvia y en él. Y las preguntas ahora eran otras. “¿Estos dos sabían algo? ¿Sabían lo que iba a pasar? ¿Para eso volvieron? Sí, ya te decía yo que era muy raro que volvieran después de tantos años los tres juntos”.
Por dentro, sonreía, “los tres juntos”. Desde que tenía memoria, habían sido “los tres”. No recordaba algún tiempo de su vida donde no estuviesen Silvia y Fernando. En la escuela, durante los veranos, cuando Fernando jugaba al básquet para Juventud, cuando Silvia trabajaba repartiendo pedidos para la panadería de su tío, don Cosme, en la playa, en la plaza, en el corso de carnaval, siempre los otros dos estaban por ahí. Y así siguieron en Buenos Aires, cuando se fueron después de terminar el secundario. Nadie en el pueblo lo sabía, por supuesto, pero no se habían separado. Ni cuando Silvia vivió con un novio, un abogado, en San Isidro, ni cuando Fernando pasó el año de la colimba en el regimiento de Patricios, ni en las épocas de exámenes finales de él. Los tres, los tres juntos.
Y ahora todos se extrañaban de que todavía anduviesen juntos y de que hayan vuelto, tantos años después.
Se dio cuenta que había estado parado en la puerta del Marsellés un buen rato. Las miradas, ahora, eran todas para él. Ya no eran para Fernando. Ni para Silvia. Las miradas y esas preguntas y esos susurros eran sólo para él.
Caminó hacia la playa. No había empezado a llover todavía. Caminó sin pensar, sin dirección, por la playa extensa. Se detuvo para mirar atrás. Las luces del Marsellés y de los faroles de la costanera ya estaban encendidas. Se quedó inmóvil, deseando que el resto del mundo también lo haga. Los ojos perdidos, los sonidos perdidos también. El mar, las olas, el viento que tapa los oídos. Todo se movía en ese ruido tapado de silencio. El Marsellés, las luces del Marsellés, las luces del Marsellés meciéndose por el viento, un perro que hacía la mímica de ladrar, un escarabajo que hacía su lento camino un metro adelante de sus zapatos. Todo se detenía en ese silencio. Veía todo como en esas fotos panorámicas –largas distancias para los dos lados, todo vacío– hasta que ese silencio lo llevó a otros silencios. Y esos silencios a otros ruidos.
Porque ahí, sí, las miradas se llenaban de ruidos. Preguntas, palabras, susurros, en-el-nombre-del-padre-del-hijo-del-espíritu-santo. Las miradas y esos ruidos lo rodeaban como si ya estuviese muerto, como si ya estuviese condenado. En-el-nombre-del-padre-del-hijo-del-espíritu-santo. Como si fuese un fantasma, un aparecido. Ya nadie se preguntaba si él sabía algo, para qué se habían vuelto los tres. No, todo había cambiado porque lo miraban caminar y entrar al almacén o al Marsellés como si ya hubiese muerto.
Como los otros.
El primero fue Fernando. Un martes, hacía tres semanas. Y lo encontró Silvia. Él estaba en el patio de adelante y lo único que recuerda son los ruidos. El ruido del llamado de Silvia, el ruido de sus propios pasos por el pasillo, el ruido inconfundible de una soga atada a una viga, meciéndose estirada por el peso de un cuerpo.
Se quedaron los dos ahí parados mirando a su amigo muerto. Tardaron un buen rato en llamar a alguien. Y no dijeron nada, ni en ese momento ni los días siguientes, por más que la policía y un juez les preguntaron una y mil veces si sabían algo, si el pobre-Fernandito-que-en-paz-descanse-qué-horrible-querer-morirse-así-tan-joven había dejado alguna nota o les había dicho algo. Nada. Ni una respuesta. Porque no la tenía él y sabía que no la tenía Silvia. Y esos silencios generaron muchas más preguntas. “¿Ellos sabían algo? ¿Sabían qué iba a pasar? ¿Para eso volvieron? Sí, ya decía yo que era raro que volvieran los tres juntos”.
Se pasaron toda la semana, desde el velatorio y el entierro del miércoles, los dos juntos, solos, él y Silvia. Casi no hablaban. Casi no hablaban de Fernando. Y cuando lo hacían, era como si no hubiese pasado nada, como si estuviese por llegar, como si estuviese por abrir la puerta con su sonrisa de siempre en cualquier momento, como si no hubiese decidido, de alguna manera, que ya no debían ser tres.
Nadie les creía. Todos sospechaban. “Algo saben y por eso andan los dos juntos” le escuchó decir a un primo lejano del muerto el día del entierro. “Los dos juntos”, otra vez, como si fuese algo extraño.
Los dos juntos, hasta que al martes siguiente, le tocó a él entrar a un baño demasiado silencioso y encontrar a Silvia con su mano suspendida del borde de la bañadera, el resto de las pastillas –una, dos, tres en línea– repartidas por el piso, los ojos cerrados como si estuviese durmiendo en el agua ya fría. Lo primero que le llamó la atención –o que se le grabó como una foto de ese instante, parado allí en la puerta–, era la mano de Silvia, la forma en que parecía querer alcanzar el frasco o las pastillas volcadas en el piso. “Tiene forma de pato” había pensado.
Otra vez, tardó en llamar a alguien. Y no habló. No supo qué decir, ya no le preguntaron nada. Porque para todos, él también ya estaba muerto.
Esa noche estuvo parado todo el tiempo al lado del cajón. No le importó escuchar lo que decían a sus espaladas. No le importó cuando alguien dijo, con el tono profético de esos pueblos chicos infiernos grandes, “Vinieron para morirse. Los tres”. Ni cuando los empezaron a llamar “los suicidados de los martes”, después de una nota en el diario que había escrito un compañero de la primaria, Sergio Baldaserre. “Qué tipo imbécil”, pensó, “eras un imbécil a los ocho años, seguís siendo un imbécil a los veintisiete y ahora encima escribís para el diario”.
Y entonces, desde ese martes, las miradas ya no estaban llenas de preguntas y de pobre-Fernandito-que-en-paz-descanse-qué-horrible-querer-morirse-así-tan-joven. Todo había cambiado en los susurros detrás suyo, porque ahora él también estaba muerto. Lo miraban como esperando que el martes siguiente alguien fuera a abrir una puerta para encontrarlo a él con un tiro en la boca o las venas cortadas o algo así.
Pero cuando pasó ese martes y se apareció el miércoles a buscar el Clarín por lo de don Basualdo, sintió un aire de desilusión en las miradas. Nadie iba a poder decir “y sí, era como yo lo había dicho, ahora le tocaba al Rusito”. Nadie iba a hablar de las venas abiertas, del tiro en la boca, de la sangre del Rusito manchando vaya uno a saber qué habitación de la vieja casa de la calle Necochea, del pobre-Rusito-querer-morirse-tan-joven.
A la semana, ya casi nadie hablaba de Silvia y Fernando –se habían robado unos pesos de la sacristía de la parroquia de Santa Inés y eso era de lo que se hablaba en el almacén, en lo de don Basualdo, en el Marsellés. Pero a él seguían mirándolo como un cadáver ya suicidado.
El martes siguiente, él estaba parado en la playa, a cien metros de las luces del Marsellés, tratando de detener el tiempo, tratando de que el silencio le gane a todo, que ese viento que tapa los oídos le caye los susurros, las preguntas y los ruidos.
Caminaba por la arena fría, las huellas marcando el camino entre el Marsellés y el mar. Se detuvo cuando se le empezó a nublar la vista, pero le echó la culpa al viento que venía del mar. No quería llorar. ¿Cómo iba a llorar si no había llorado al lado del cajón de Fernando y no había llorado al lado del de Silvia? Se pasó la mano por los ojoes y trató de enfocar la mirada. Enfocó en una panorámica. La línea de la playa, la línea de las olas, la línea del mar, la línea del cielo, las huellas de sus propios pasos, la línea del escarabajo lentamente avanzando, la línea de espuma dibujada por las olas, la línea de una viga, una soga tensa, un cuerpo, un brazo señalando una línea de pastillas que parecían ordenadas en el piso y que él levantó y metió una a una en el frasco antes de llamar a alguien, antes de llorar.
Empezó a caminar sin poder dejar de llorar. Empezó a caminar hacia esas líneas.
El agua, hundirse en el agua, el agua callaría todos esos sonidos. Y nadie iba a encontrarlo como Silvia lo encontró a Fernando, como él la encontró a Silvia. Flotaría y sería cuestión de suerte si su cuerpo de suicida de martes llegaba a alguna playa. Caminó sin mirar a los costados. Caminó hasta dejar de llorar.
Cuando la última lágrima salada como ese mar rodó por su cara y se voló por el viento, pensó que ese martes era un día muy frío y triste para morir. Escuchó el ladrido de un perro y la música que llegaba desde el Marsellés.
Y, a tres pasos del agua, no supo si detenerse.

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