escala al sur del sur

Se da cuenta de que no puede recordar aquella cara. No hay, en los rincones de su memoria, ningún color de ojos, ningún peinado cayendo sobre la frente, no hay labios pintados ni mejillas sonrojadas. Nada. Sólo una mirada cruzada –un simple gesto atrapado entre una mirada descuidada entre la gente y una otra mirada, después, buscando desesperado ese gesto ya perdido, buscando repetir ese cruce de ojos–. En ese instante, ahí, todo. Y sólo a partir de ubicar ese gesto –y ubicarlo era encontrar en la memoria esos dos instantes, antes y después, y entonces unirlos llenando el vacío con el gesto perdido–, sólo a partir de tener en la mente ese fotograma, todo podía reconstruirse. Los ojos, el pelo, el movimiento nervioso de los labios, la sonrisa. Ella.
Piensa, sí, que ese instante, ese segundo, que ahora se mezcla con el resto de los recuerdos, es lo único que ha sobrevivido a todo lo que llegó después. Lo único que ha sobrevivido a la descontrolada mezcla de pasados, presente y futuros.
Ese gesto es tanto un salvavidas como una piedra atada al cuello. “Y el agua”, piensa, “sigue subiendo”.

Un aeropuerto. No. No un aeropuerto: la sala de embarque de un aeropuerto. No sé cuál, hay tantos en nuestras historias. Hubo tantos. Y hay demasiados en su memoria –en uno, sí, está enmarcado aquel gesto que se empecina en entorpecer los recuerdos–. Todo, imaginaba, se resolvía en los aeropuertos. Uno llegaba o uno se iba. Una puerta, una entrada. O una salida-exit-hombrecito-escapando-en-un-pictograma-verde.
Ese aeropuerto. Esa sala de embarque de ese aeropuerto. Una hora perdida entre la noche y la mañana. Una hora perdida entre dos continentes. Porque todo pasa –y nada pasa– en esas horas ausentes, en esas horas de escala, en esas horas de espera para subirse a un avión más, de espera de un cambio de avión y, tal vez, un cambio de destino. “Y el mío”, piensa, “siempre está por aparecer en esa pantalla”. Siente que otros tienen la suerte de subirse a una huida más temprana y no quedar atrapados en estas horas del medio.
Los otros escapan. No se hunden –ni se salvan– con ese gesto del medio.

Sabe, intuye, que ese gesto podría haberlo salvado. Seguir ese gesto e intentar marcarlo a fuego en su memoria con sólo una palabra. Pero no hizo nada, como tantas otras veces. Y lo sabe. El número de vuelo fijo en la lista de la pantalla, la mirada fija en un punto de ese aeropuerto, de esa horas muertas, donde estuvo ella, donde existió ese gesto que ahora sólo existe en su memoria y, en vez de salvarlo, parece hundirlo.
Todos los instantes perdidos, todos los instantes que desaparecieron porque no hubo una palabra o una mirada que los fijara en un espacio único e infinito. La mirada fija en un número fijo en una pantalla fija.

El tren está detenido. No hay casi nadie en el andén. Del otro lado de las vías salpicadas de nieve y reflejos de un cielo gris, otro tren rojo y blanco de la Deutsche-Bahn se detiene. Él levanta la vista del libro que está leyendo –¿Tolstoi?– y ve un rostro mirándolo a través de las vías salpicadas de nieve, de los reflejos del cielo gris, de los vidrios empañados de un tren rojo y blanco de la Deutsche-Bahn que retoma su marcha hacia el norte. El rostro más bello que había visto alguna vez, enmarcado en ese instante perdido en una estación en el medio del continente. Y el tren se va para el otro lado.
Muchas veces pensó en ese instante. Tantas veces, sin saber de este aeropuerto, de esta sala de embarque de aeropuerto de escala de madrugada. Y de este otro gesto que se va a otro lado.

El aeropuerto está vacío. O eso le parece. No sabe, en realidad, si se escapa o si sigue aprisionado en la huida misma. Como los demás, como las otras suertes atrapadas en esta sala, como todas las miradas fijas en pantallas con listas de vuelos que están por salir. Su vuelo no avanza. Nuestros vuelos nunca avanzan. Los otros vuelos suben en la lista, se mueven hasta el instante final del sonido de alguien anunciando que ahora, sí, todos a bordo, se van, el vuelo desaparece de la lista en la pantalla.
Su vuelo sigue ahí. Nuestro vuelo sigue ahí, fijo, en letras amarillas sobre fondo negro.

Sus recuerdos dejan de moverse en remolinos confusos y todo se frena en una rara fotografía que funde esa mirada a través de los rieles nevados con este gesto perdido años después en una sala de embarque de un aeropuerto que puede ser este o puede ser cualquier otro.
Nada se mueve. Y con el mismo ejercicio de recordar un rostro ubicándolo entre dos gestos, entre dos miradas, se da cuenta de que toda su vida se arma enmarcándola entre esos dos instantes. El tren rojo y blanco detenido en la nieve, la pantalla de los vuelos, el cielo gris, los demás pasajeros de escala, los vidrios empañados, la búsqueda desesperada para encontrar otra vez esa mirada y poder repetir ese gesto. La locura. Su atención por favor, United anuncia la partida de su vuelo número.
Ahí voy, de vuelta al mundo.

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