personajes secundarios

A la hora en que El Juanito me pone una botella frente a la cara, ya sé que las cosas no salieron como las había pensado. Estamos sentados en un sucio bar de Calle Revolución, a un centenar de metros de la frontera y todo, en estos momentos, parece haberse desviado de su curso. No nos dimos cuenta en qué momento fue, pero ya, en este instante, sabemos que la bifurcación fue allá atrás, hace horas o días o semanas, y, si pudiésemos volver, no encontraríamos el instante o el lugar donde todo pasó a ser como es ahora.
Supongo que, en este caso, de mucho me hubiesen servido las migajas de Hansel y Gretel.
El hombre dice que es hora de cerrar. Y creo que es hora de irme, aunque a veces siento que es mejor no moverme más, quedarme así como estoy. Y esa inercia, o esa quietud, mejor dicho, es reconfortante cuando todo se está desbarrancando.
Salgo. El Juanito se arrastra a mi lado. Nos envuelve todo lo que lo rodea a uno en Calle Revolución, nos envuelve todo lo que lo rodea a uno cuando está a metros del paredón de la frontera. Las cosas que deberían asustarnos, no nos asustan. Nada es lo que parece. Allá en mi habitación, las flores deberían estar ya marchitas pero no lo están. Siguen aguantando aunque quién sabe cuándo les cambiaron el agua por última vez.
Caminamos bajo el aire de la noche sin hablarnos. Dos calles al oeste, El Juanito se detiene en una esquina. Mira su botella ahora vacía. “Necesito un fix, bróder” dice, aunque dudo que me hable a mí. Da media vuelta y se pierde entre la gente. Sé que no lo voy a volver a ver, pero no importa, porque nada de esto importa cuando nos despedimos de estos espectros desencontrados.
Camino desde las sombras iluminadas de neones hasta el mercado, sintiendo que el último trato no salió bien. Aunque nada parece haber salido bien desde que me bajé del autobús, me sellaron el pasaporte, caminé las calles hasta pararme en la puerta del número 27 de la calle Santa Sofía y esperé a que alguien se despierte para abrirme.
“No hagas nada hasta que te avise. Buscas a El Juanito en esta dirección. O dejas que El Juanito te encuentre. Todos lo conocen a El Juanito allí. Y, chico, no te preocupes por nada”. Ahora, todo lo que me dijo McNabb unas semanas atrás, vuelve con cierta claridad a mi cabeza. No hice nada, no busqué a El Juanito: me quedé en esa habitación al fondo del pasillo de la casa de Santa Sofía esperando a que llegue alguna señal. Y como pasaron los días y no hubo señal alguna, salí. Y encontré a El Juanito. O él me encontró. Porque El Juanito encuentra a todos, dicen. Y, como sucedería muchas otras veces en esos días, El Juanito me puso una botella frente a la cara. Y yo sabía que en su otra mano podía haber un arma.
Estoy parado en el mercado. No tengo armas porque nunca tuve armas. Pero todos aquí me miran como si las tuviera y no dudara en sacarlas y vaciarlas de balas sobre cualquiera si un trato no sale bien. Y los tratos nunca salen bien de este lado.
La cosa es que McNabb nunca llegó a Tijuana. Escuché por ahí que se cruzó con otro trato mal terminado y nunca salió del West Side. Escuché por ahí que lo habían alcanzado en Denver y escuché también que lo habían alcanzado en El Paso. Pero siempre es así. “Ellos” hablan demasiado y personajes como McNabb siempre tienen muchos finales antes de encontrarse con el único final que todos tenemos reservado.
Ahora llueve. Mucho. No debería llover, pero cae tanta agua como para despintar del muro los nombres de los que se cruzaron con su único final tratando de cruzar al otro lado. Demasiadas balas y demasiados paraísos perdidos, ya sea que creamos que el paraíso está de este lado o que creamos que el paraíso está del otro lado de una pared.
Llueve y vuelvo a la calle Santa Sofía. Pude haber elegido escapar para no tener que esconderme. Pero ni siquiera estoy seguro de que alguien me persiga. Eso está reservado para otros, y ya a McNabb o a El Juanito se les cruzarán sus perseguidores o sus perseguidos. Y alguno sacará el arma más rápido. Alguno no verá la sombra que lo espera en un rincón. Y fin.
La calle Santa Sofía está desierta, aunque siempre parece estar desierta por más que haya trasnochados que apuran su regreso a casa, prostitutas que vuelven a camas donde no deben trabajar, perros que revuelven la basura buscando una salvación. Todos, en la calle Santa Sofía, buscamos sólo una cosa. Una salvación. Y la mía, tal vez, esté lejos de allí. Escapar, seguir cabalgando sin mirar atrás, con un último dólar de plata y una bala guardada para nuestro enemigo. Si nos agarran, que no sea escondidos, que sea yendo.
“Hay que cuidarse de los rincones oscuros de esta ciudad que está llena de rincones oscuros”, me digo mientras abro la puerta. No hay nadie. Creo que nunca hubo nadie, de todos modos. Ni siquiera cuando las sábanas se llenaban del perfume de pelos revueltos de Margarita. Nunca hubo nadie porque no dejé que nadie entre, no dejé que nadie se quede. “Margarita”, pienso ahora, “quiso quedarse”.
La habitación sigue vacía y las pocas cosas que tengo están desparramadas por el piso y sobre una mesa y la silla. Todo lo que tengo entra en una valija. Algo de ropa, un disco de Coltrane apoyado contra un tocadiscos que nunca pude hacer funcionar, un vaso con las flores violetas y blancas sin marchitar, una copia de D.H.Lawrence con una dirección anotada en la cubierta –27, calle Santa Sofía, puerta 4–, una carta de despedida de Margarita –llena de frases como “ya nos veremos en otro cruce más adelante de nuestros caminos sé que vas a estar ahí cuando menos lo espere y todo va a ir bien ya lo sé”, así, sin puntos ni comas porque cuando ella habla no hay ni puntos ni comas. Y, en el rincón, en la oscuridad donde va a esperar mi asesino, el paquete que McNabb iba a pasar a buscar algún día.
Hay una botella sobre la mesa y pienso en servirme un trago más. Pero, no. Siento todavía en la boca el pegajoso sabor del tequila de El Juanito. Me asquea y tiro lo que queda en la botella por la pileta, pensando que él debe seguir buscando su salvación entre los perdedores y perdidos de Calle Revolución. Junto todo y lo meto en la valija. Todo lo que tengo entra en una valija. El disco, el libro, la carta, un dólar de plata que me dio el indio que manejaba el autobús que me trajo hasta la frontera “para que uses cuando sólo te quede volver”.
Todo lo que tengo entra en una puta valija. Nada me ata a este lugar. Como en la canción, me vuelvo a New York City sólo porque creo que ya tuve demasiado. Salgo sin cerrar la puerta, dándole una última mirada al rincón del paquete y el asesino. De aquí en más, que no me importen los llamados de sirenas o demonios que piden que me dé vuelta. Camino una última vez por el pasillo de la casa de Santa Sofía. Todas las puertas del pasillo están abiertas, como siempre, pero ahora sólo para que les dé una última mirada antes de no volver más –en una, Camille dobla su ropa con olor a borrachos y tequila, y me mira y sabe que no voy a volver y me sonríe un “suerte” sin sonido, sin mover los labios y en español; en otra, un mueble con fotos que sólo pueden ser de gente que ya está muerta; en otra, la Señora María me mira pasar sin preguntarme si voy a pagar la semana que le debo; en otra puerta, la de la calle, la última, en esa puerta ya empieza a amanecer.
Y ahora en la calle todas las puertas y ventanas de Santa Sofía parecen ahora despertarse y abrirse y dejar que se huela ese perfume entre dulce y viejo que tienen todas las cosas de este lado de la ciudad. Sin mirar atrás, caminando por el medio de la calle, siento las miradas de todos los que quedan atrás. Siento la mirada de El Juanito. Siento las miradas de todos los trasnochados, las prostitutas, los pecadores, los suicidas, los perseguidores y los ángeles que me rodearon o que dejaron que yo los rodeara durante estos días, semanas, meses.
O tal vez lo único que siento a mis espaldas es el sol que sube en el este.
Paraísos pasados y paraísos futuros. Y siempre nosotros en el medio, rodeados de revoluciones, de fronteras, de luces oscuras, de gente que se va y a la que seguimos esperando sabiendo que no van a llegar, de flores que no se marchitan, de fotos de muertos, de puertas abiertas para despedirnos, y de santos que siempre parecen estar a punto de sacar un arma, nos ponen una botella frente a la cara y sonríen.

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