las luciernagas

Las luciérnagas se apagaron. Todas. Todas juntas. Emily deja de verlas desde la ventana de la cocina. Todo, aquí, tiene una lógica distinta de la del resto del mundo, piensa.
Emily mira la oscuridad. La oscuridad ahora sin luciérnagas. Y recuerda cómo la pequeña Rose las contaba una a una hasta caer rendida por el sueño, el pequeño cuerpo recostado contra el de su madre, en la mecedora del jardín trasero.
Las luciérnagas se apagaron. Y no se vuelven a encender. Emily mira la oscuridad, inmóvil, y recuerda las miradas. Las miradas que ya sabían, con desesperación casi póstuma, que eran miradas finales. Emily mira la oscuridad y recuerda las miradas. Mira la oscuridad y recuerda los cuerpos.
Ahí, en la cocina, no hay sonidos. Como no los hubo aquella noche. Porque las miradas no tuvieron tiempo de gritar, porque apenas hubo el tiempo necesario para que los ojos cerrados de sueño se convirtieran en miradas asustadas o sorprendidas. Como aquella noche, se adivinan algunas luces en la granja de MacFairlane. Ahí, ahora, de pie frente a la ventana y la oscuridad, Emily siente la amenaza de esas luces del otro lado de la carretera. Pero no hace nada, porque ya no hay nada que hacer. Sólo quedarse inmóvil y mirar la oscuridad sin luciérnagas de finales de verano.
En algún momento empiezan estas cosas a entrar en ese territorio donde ya nada es igual a como era un segundo antes, donde nada va a ser igual alguna vez. Nada hace imaginar que la tranquilidad de una noche de calor húmedo y ventanas abiertas va a convertirse, después, en una larga serie de noches iguales a esa con el calor y ventanas que no se van a cerrar hasta que alguien les clave una madera y la casa misma, ahora llena de ellos, sea un fantasma más.
Emily mira la oscuridad y, por un instante, olvida las luciérnagas. Sonríe, imaginando que va a terminarse el terror por esas luces del otro lado de la carretera, imaginando que va a haber un momento, sí, en que no la aturdirán los silencios de esas miradas que no gritaron. Imaginando que, esta vez, los ojos van a seguir cerrados y no va a haber miradas. Sonríe, por primera vez desde aquella noche, imaginando que podrá olvidarse de los fantasmas.
Pero los fantasmas, esos fantasamas, no van a desaparecer. El único exorcismo posible ahora es la soga tensa en su cuello después de que el sacerdote le pregunte si tiene un último deseo. Después, un ruido seco y su cuerpo balanceándose en silencio sin pensar en nada más. Y Emily ya sabe que su último pensamiento va a ser para las miradas y los silencios aterrorizados que no se pueden separar. El deseo va a ser que se callen esos silencios.
Pero para eso falta mucho. Antes, vendrán las luces de autos policiales, vendrán los agentes del comisario Lawson recorriendo cada centímetro de la casa, vendrán las fotografías de las cosas tal como las dejaron aquella noche, vendrá alguien a cerrar las ventanas abiertas. Llegarán las preguntas, las horas de ella sentada en la mesa de la cocina, envuelta en su saco de lana verde, mirando la oscuridad, casi una autómata. Vendrá el instante final en que ella, como saliendo de un autismo eterno, sin quitar la vista de la ventana –y de la oscuridad sin luciérnagas– les diga:
–Allá, en el lago. No busquen más.
Y vendrán entonces las corridas con linternas y perros y alguien que avisa que sí, que están allí, que habían encontrado los cuerpos. Emily suspira, pensando que ahí sí podrá descansar. Suspira sin saber que ahí empezará otro infierno de preguntas y porqués y recuerdos y una y otra vez el cuchillo entrando en cada uno de los cuerpos que apenas tienen tiempo para despertar, apenas un mínimo instante para una mirada final, de esas miradas que no se borran y por favor que alguien calle esas voces.
Señorita Emily, ¿tiene un último deseo?
Emily mira la oscuridad. Y recuerda los cuerpos. Que se apagaron. Todos. Uno a uno.
Un segundo más tarde –una hora más tarde, una noche más tarde, un instante más tarde– golpean a la puerta. Ya llegaron. Se enciende una luciérnaga. Y luego otra, y luego otra, y luego otra, y luego otra.

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